domingo, 25 de diciembre de 2011

Cósimo y Viola.

-¿Por qué me haces sufrir?
-Porque te amo.

Ahora era él quien se enfadaba.

-¡No, no me amas! Quien ama quiere la felicidad, no el dolor.
-Quien ama quiere sólo el amor, aun a costa del dolor.
-Me haces sufrir adrede, entonces.
-Sí, para ver si me amas.

La filosofía del barón se negaba a ir más allá.

-El dolor es un estado negativo del alma.
-El amor lo es todo.
-Contra el dolor ha de lucharse siempre.
-El amor no se niega a nada.
-Hay cosas que no admitiré nunca.
-Sí que las admites, porque me amas y sufres.

___________________________________________________________
Cósimo clavó los ojos en ella. Y ella:

-Tú no crees que el amor sea entrega absoluta, renuncia a uno mismo.

Podría decir algo Cósimo, cualquier cosa para ir hacia ella, podía decirle: "Dime lo que quieres que haga, estoy dispuesto..." y habría sido de nuevo la felicidad para él, la felicidad juntos, sin sombras. Pero dijo:

-No puede haber amor si uno no es uno mismo con todas sus fuerzas.

Viola tuvo un gesto de contrariedad, que era también un gesto de cansancio. Y sin embargo, aún habría podido comprenderlo, como en realidad lo comprendía; más aún, tenía en la punta de la lengua las palabras para decirle: "Tú eres como yo te quiero" y subir inmediatamente con él... Se mordió el labio. Dijo:

-Pues entonces sé tú mismo solo.

"Pero entonces ser yo mismo ya no tiene sentido", pensó.



El Barón Rampante, Italo Calvino.


Eres un hombre que ha vivido en los árboles sólo por mí, para aprender a amarme...

viernes, 16 de diciembre de 2011

Orquesta.


Mi orquesta. Este año. Quizás no somos tantos y no sonamos tan tan bien, pero tocamos con más ganas que nunca. Y por si os había quedado alguna duda de lo que es disfrutar de la música, aquí tenéis el mejor ejemplo que podían daros:


¿Qué más se puede decir? ¡Escuchadlo cuántas veces queráis! Cien, mil, cien mil millones...

[Me encanta ese director. Su cara, sus gestos... en serio, fijaos].

domingo, 11 de diciembre de 2011

La ardilla roja.

La quiero desde mis entrañas. La necesito igual que a mi hígado, a mi cerebro, a mis ojos. Sin ella se me rompen los huesos, se me derriten los pulmones y no puedo respirar... Me hace falta para vivir.

Ella no está bien, me necesita. Yo soy su ángel.

La ardilla roja, dirigida por Julio Medem.

viernes, 9 de diciembre de 2011

El hielo también quema.

En mi corazón siempre es invierno. Así que, si vas a quedarte mucho tiempo ahí dentro, te aconsejo que lleves algo cómodo y un par de mantas. Verás qué bonito es el paso de los copos de nieve entre los ventrículos y las aurículas. Si alguna vez te atreves a viajar en arterias, abróchate el cinturón. Y no olvides llegar al corazón antes del anochecer, si te quedas en el cerebro no me dejarás dormir.

En mi corazón siempre es invierno. A veces, al pobre le cuesta bombear. La capa de hielo que se forma a su alrededor lo asfixia. Se ha acostumbrado a la claustrofobia. Ya casi no le dan espasmos cuando te ve. El muy cabrón antes siempre se golpeaba contra el hielo y acababa lleno de moratones. Se ha domesticado. O quizás ha aprendido del dolor.

En mi corazón siempre es invierno. Si vienes para quedarte, cuidado con romper algo. El problema es que nunca cobro fianza, y así me va. Lo único que puedo decirte es que tengo mis propias armas. Piensa antes de jugar con fuego, el hielo también quema.




martes, 6 de diciembre de 2011

La main sur le coeur.

Alguien me enseñó una vez que soñar despierto es la mejor forma de mantener el equilibrio. El término medio de Aristóteles. Pero, ¿son los sueños tan dulces como los pintan? Responded vosotros mismos. ¿Quién no ha soñado con alcanzar la meta? ¿Quién no ha caído en el camino? ¿A quién no se le ha roto el corazón cuando se ha visto derrotado?

Los sueños son crueles. Nos manejan a su antojo. Alimentan nuestras esperanzas. Nos quitan todo. Nos colman de recuerdos que muchas veces superan la realidad. Nos someten a la locura. Nos obsesionan y nos calman. Nos arrullan entre sus brazos infinitos. Nos tiran, nos ponen de nuevo en pie. Nos alojan en el hostal Felicidad, para dejarnos después en la calle Amargura. Dejan que seamos indigentes en los pasadizos de sus laberintos. Nos matan. Pero también nos dan la vida.

Alguien me enseñó una vez que volar no es imposible. Me mostró sus alas grises, hechas de aquel material tan fino y suave. El entrelazado de plumas invisibles que componían sus sueños. Y me ayudó a alzar el vuelo. Cada noche salgo en busca de nuevas ilusiones, me siento en los tejados y contemplo las estrellas. Los mortales no advierten mi presencia, están demasiado ocupados haciéndose la guerra. La luna me sonríe desde su posición privilegiada. Y sólo quiero que aparezca el hombre pájaro.

Alguien me enseñó una vez que es absurdo el miedo a las alturas. Que en pleno vuelo no podemos mirar atrás. Que los sueños nos mantienen en el aire, pero somos nosotros los que decidimos el rumbo, o nos dejamos caer.

Hablo de sueños y de hombres pájaro. Dicen que es imposible. Y puede que lo sea. Pero alguien me dijo una vez que las mejores historias eran las de cosas imposibles, incluido el amor.


Mantén el vuelo. Yo puedo ver tus alas. Y son hermosas.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Envíame una armada de corazones de acero.


La necesito.
Necesito su agradable frialdad. Su indiferencia. Su buen criterio.
Necesito que enfríen el revoltijo de lava que se está apoderando de nuestras almas.
Que me encierren. Que me ahoguen. Que me maten.
Que luchen por mí.

Envíame una armada de corazones de acero.


Foto a una de las maravillosas frases que se esconden entre las páginas de La mecánica del corazón, de Mathias Malzieu.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El prisionero del cielo.

Siempre he sabido que algún día volvería a estas calles para contar la historia del hombre que perdió el alma y el nombre entre las sombras de aquella Barcelona sumergida en el turbio sueño de un tiempo de cenizas y silencio. Son páginas escritas con fuego al amparo de la ciudad de los malditos, palabras grabadas en la memoria de aquel que regresó de entre los muertos con una promesa clavada en el corazón y el precio de una maldición. El telón se alza, el público se silencia y, antes de que la sombra que habita sobre su destino descienda de la tramoya, un reparto de espíritus blancos entre en escena con una comedia en los labios y esa bendita inocencia de quien, creyendo que el tercer acto es el último, nos viene a narrar un cuento de Navidad sin saber que, al pasar la última página, la tinta de su aliento lo arrastrará lenta e inexorablemente al corazón de las tinieblas.


Julián Carax, El prisionero del cielo. (Editions de la Lumière, París, 1992).


Ésa es la primera página de El prisionero del cielo, de Carlos Ruiz Zafón. Pronto lo tendré entre mis manos, y no podré soltarlo. Hasta entonces, me conformo con eso, y estos tres capítulos.
http://www.antena3.com/especiales/ruiz-zafon-prisionero-cielo/capitulos-prisionero-cielo-ruiz-zafon_2011111100048.html

Disfrutadlo.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Accelerando.

Quiero ser el vaho que se escapa de tu boca en cada una de tus palabras. La brisa que se cuela bajo tu ropa y acaricia tu piel. El rojizo atardecer en contraste con el verde de tus ojos. La nube que se derrama en lluvia sobre ti en los días de invierno. El sol de tus noches más frías. El frío cristal empañado sobre el que dibujas corazones. Las lágrimas que habitan en tus ojos, se deslizan por tu rostro y mueren en tus labios.

Quiero ser la melodía de tu risa. La banda sonora de tus días más alegres. La canción que tarareas antes de caer dormido. El himno de tu valor. Y tu escondite cuando huyes. El mar que hunde tu navío. La madera a la que te abrazas. La isla desierta que te salva la vida.

Quiero ser la causante de tus temblores. Y los escalofríos que suben por tu espalda.

Quiero ser tu sombra. Tu calor. Tus latidos. Tu rebeldía. Tus sentidos. Tu piel. Tus manos. Tu boca. Tu saliva. Tus arrebatos. Tu risa. Tus segundos. Tu deseo febril. Tu placer. Tus pulsaciones. Tus gemidos. Tu orgasmo. Tus caricias. Tus párpados. Tu sueño.

Quiero ser la tenue luz que cubre tu silueta desnuda en las noches de luna llena.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Words don't come easy.

Los días de viento me hacen recordar que todavía vivimos en la realidad. Que tus secretos han cambiado de dueña. Que ahora soy yo la que teme encontrarse contigo. Esos días me quedo en casa, bajo las mantas, arropada por un calor que no consigue calmar mis temblores. El corazón late despacio y duele. Los sentimientos se congelan, se caen, se rompen.

Perdona si mis sueños nunca estuvieron muy cuerdos. Ya han empezado con el tratamiento. El doctor me ha dicho que con un par de sesiones se tranquilizarán. Aunque siempre puedo acudir a la lobotomía y borrarlos para siempre. Uy, qué brutalidad.

Nunca te pedí permiso. Y en el momento en que dijiste no, me fui. Para siempre. Para siempre es lo que decías después de ocho letras. Ahora pienso que nunca lo creíste de verdad. Y no te culpo. Ese nosotros era tan invisible, tan intangible, tan efímero.

El viento me trae el recuerdo de tus promesas rotas. Las arroja hacia mí, me golpea con ellas. Y masacrada por el bombardeo, me arrastro hacia un rincón. El rincón del castigo. Por recordarte. Por dolerme. Pero, me evaporo y escapo de la jaula en la que me encierra mi propia mente. Y siempre le acabo echando la culpa a los días de viento.

¿Puedes decirme si el viento se llevó mis palabras aquella noche? ¿Puedes decirme si también te arrebató mis cartas de las manos y las arrojó al mar? ¿Puedes decirme si es perfectamente normal o si ahora soy yo la lunática? Mientras, se me cae pedazos en forma de hoja, del árbol de mi alma.

viernes, 21 de octubre de 2011

We're just two lost souls.

Me despido de mi compañera y le deseo un buen fin de semana. Subo al autobús atropelladamente, sin mirar por dónde voy. Tropiezo y casi caigo de bruces. Sonrío al conductor y le enseño el carnet. Ni me mira. Continúo por el pasillo. Se me engancha la cartera con los reposabrazos. Maldita bandolera, ¿en qué momento tuve la brillante idea de comprar una? La sostengo como puedo y busco un asiento libre, cerca de la puerta central. No sé qué fiesta es hoy, pero hay poca gente. Me siento y dejo la puta mochila en el asiento de al lado. There's plenty of space, así que no creo que a nadie le importe caminar hacia el siguiente asiento.

Busco los cascos y los enchufo en mis oídos. Echo el respaldo hacia atrás. Cierro los ojos. Respiro hondo. Y, por un segundo, se me agolpan océanos en los ojos. Los retengo. En un momento de locura, imagino qué pensaría la gente si saliera corriendo por el pasillo. Gritando como una lunática. Como lo que soy, en realidad. Es complicado.

Miro por la ventana. Dejamos atrás la ciudad, rápido. La noche se abalanza a gran velocidad sobre los árboles que adornan los laterales de la carretera. El caos inunda mi mente. No debería estar aquí. Hace frío. Tengo miles de cosas que hacer. Necesito un respiro. ¿Qué he hecho esta semana con mi vida? ¿En qué universo paralelo he estado? ¿Dónde he...? Put your hands in the air, and wave them like you give a fuck. Perdón, ¿por dónde iba? Ah, sí, no, bueno, no sé. Da igual. Bah. ¿Sabes lo que daría ahora mismo por...? Imagen. Dolor.

Ojalá pudiera guardar en una bolsita cada una de tus sonrisas. Sería de terciopelo o algún otro tipo de material suave, para que no se desgastaran con el roce. En estos momentos, cuando siento que nada puede hacer que todo vaya mejor, la abriría y sacaría una. Y me la comería. Oh, no sé si eso suena un poco raro. Me río. Qué absurdo.

Cierro los ojos. Hace frío. Caigo dormida. Quizás sólo ha sido el delirio anterior al sueño. La música sigue sonando, aunque no le presto atención. Es la banda sonora de la locura. Siempre me acompaña. Despierto. Abro los ojos. ¿Dónde estoy? Me asomo al cristal. Cientos de puntitos naranjas irrumpen en la oscuridad a lo lejos. No sé durante cuanto tiempo los observo. Parpadeo. Me escuecen los ojos. Y mientras nos acercamos al destino, comienza la canción perfecta. La canto interiormente, pues no creo que ahora me saliera la voz.

So, so you think you can tell heaven from hell, blue skies from pain...

Dioooooooooooooooooos. Me comporto como una autómata y no siento. No siento, ni padezco. Ni penas, ni alegrías. Día tras día el cielo se oscurece alrededor. Pero, ¿qué más da? Nadie lo nota. Cuando llegue la oscuridad total, espero que sepas cómo encender la luz. Hace mucho tiempo que perdí el sentido de la orientación y ya no recuerdo dónde estaba el interruptor. O quizás lo que he perdido sea poco a poco la memoria. El día en que no me acuerde de ti, ¿qué harás? ¿Qué haremos?

Did they get you to trade your heroes for ghosts?

No sé nada de fantasmas. Ni de héroes.
El autobús para. ¿Ya hemos llegado? Me levanto a toda prisa. Cojo la bandolera y me la cuelgo al hombro. Me tira del pelo. Lo aparto. Bajo los escalones. Salgo al exterior. Hace más frío todavía. Camino rápido hacia casa. No he dado ni diez pasos cuando empieza a chispear. Cuatro más y comienza el chaparrón. Paro. Levanto las manos, con la palma hacia arriba. Alzo la cara y dejo que la lluvia me empape la cara. Cierro los ojos y sonrío. Dejo que mis océanos se confundan con las gotas. Me deshago de la sensación de opresión. Soy libre.

Llego a casa calada. No importa. ¿Hola? No hay nadie. Dejo la mochila sobre la silla del escritorio y veo el post-it de mi madre. No volverán hasta más tarde. Mejor. Me dejo caer sobre la cama. La lluvia me cae todavía en finos hilos sobre el alma, y moja las sábanas. La tranquilidad me absorbe. Y en un último pensamiento, no del todo coherente quizás, me digo que...

How I wish you were here.

Y, de repente, ya no hace frío.



lunes, 17 de octubre de 2011

No sabíamos que el amor es como la poesía, y que todos los amantes, incluidos los más mediocres, se imaginan ser los primeros.

El diablo en el cuerpo, Raymond Radiguet.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Carta en una botella.


Siete de la mañana. Situación: punto desconocido en medio del océano, me encuentro perdido. El sol acaba de salir por decir algo, hoy el día ha amanecido cerrado en una espesa niebla, debido a la cual no veo tierra.
Salgo a cubierta, respiro una bocanada del gélido aire…pienso en ti, hablo solo, sólo tú recorres mi mente en este momento.
Creo que ha sido esta situación quien me ha recordado tu existencia, y es que, la brisa trae un olor tan agradable como tu perfume, esa misma brisa cuyo sonido acaba de recordarme la maravillosa sensación de ser despertado por la suavidad de tu respiración cuando dormíamos juntos.
¿Aunque sabes qué? Creo que tú te pareces más a mi barco, efectivamente, al igual que él eres mi único apoyo desde hace mucho tiempo y a la vez te encuentras firmemente anclada en mi corazón. Como ya he dicho todo lo que no seas tú ha desaparecido de mi mente tal y como la tierra desapareció tras esa espesa niebla.
No sé hace cuantos días que partí de puerto, pero cada día te necesito más, eres como mi balsa, eres mi salvavidas.
Han pasado treinta minutos, va siendo hora de continuar nuestro viaje. El mar zarandea con fuerza el casco de mi pequeño gran barco, tal y como la vida nos empuja a ambos irremediablemente hacia nuestro destino. No pasa nada, mientras mi barco flote, ambos seguiremos disfrutando de surcar cada una de las olas que vengan, sea cual sea nuestro destino.
Recuerda que tú eres el barco que me mantiene a flote en la tempestad de mi vida.
B.

martes, 11 de octubre de 2011

Esa indiferencia propia de dos extraños.

Me gustan los antes, los casi, los a medias. Los sentimientos de amor y odio que se mezclan en tu presencia. El miedo, incluso. Tus ojos. La vida que en el segundo justo antes del choque pasa por tu mente a toda velocidad. La explosión. Nada de mariposas. No. Una bomba atómica en el estómago. Las ganas de saltarme las reglas. La culpa. El puto orgullo. Sobre todo el puto orgullo. Que no me deja respirar. Me ahoga y ahí es donde te pierdo. Te pierdo y me muero. Bueno, no, en realidad no. La verdad es que me quedo callada, como si no decir nada fuera suficiente para sostener los temblorosos escombros de mi corazón que amenazan con venirse abajo.

Como si pudiera mentirme a mí misma.
Como si no hablar de ti me ayudara a olvidarte, a borrarte de mi mente.
Como si cada día no pensara en aquella utopía que inventamos con frases inconexas, carentes de sentido.

Todavía tengo esta sensación de angustia y opresión. Esta aguja de problemas atravesándome la sien. Este balazo en el alma. Y no me queda más remedio que sonreírte y mirar hacia otro lado, mientras tú pones cara de que no me conoces.

viernes, 7 de octubre de 2011

Ojos de perro azul.

"No abras esa puerta", dijo. "El corredor está lleno de sueños difíciles". Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón”.


Ojos de perro azul, Gabriel García Márquez.

[Me ha ganado]

jueves, 6 de octubre de 2011

How to disappear completely.

Dame sólo un momento. Un minuto que se prolongue hasta la eternidad. Unos segundos convertidos en toda una vida, en mil vidas, en la vida entera del planeta Tierra. No me toques. No me mires. No pienses siquiera en la posición de mi cuerpo, tan cerca del tuyo. Que no se te ocurra la brillante idea de romper el silencio con palabras absurdas.

Dame sólo un momento. ¿Ves? Si no piensas en mí. Si no significo nada en este segundo del presente que ya se ha convertido en pasado. Si no soy nadie... Me hago invisible. Paso a un segundo plano, ese que nadie se atreve a mirar por si encuentra sus errores, sus miedos, sus recuerdos. Me acumulo en un trastero infinito. Duermo entre las cajas de chatarra. Y no merezco ocupar un solo milímetro de tu corazón.

Dame tan sólo un momento. Voy a hacer un truco de magia. Es el típico truco de mago barato. Sólo que, esta vez, no hay truco, es real. Vamos a dejar que pase el tiempo. Este momento infinito. Primero, no podrás sacarme de tu mente. Pensarás millones de veces en qué habré querido decir con estas palabras, a qué me refería, qué ocurrirá en el futuro. Llegará un punto en el que mi imagen sea un recuerdo borroso en tu memoria. Pero, sólo cuando me veas y no seas capaz de reconocerme. Sólo cuando mi presencia no te provoque ningún sentimiento. Sólo entonces se habrá completado. Y yo habré desaparecido. Habré desaparecido completamente.

I'm not here, this isn't happening, I'm not here...

jueves, 29 de septiembre de 2011

Romanza.


A veces, me planteo seriamente la posibilidad de que algo tan bello sea real. Intentaría escribir algo sobre ello, pero hoy... hoy sólo tengo ganas de ella. De volver a verla. De acariciarla. De hacerla vibrar... de fundirnos.

Así que... os dejo la Romanza de Bruch, con una magnífica violista (y su viola de 1615) y una perfecta orquesta acompañante.

martes, 27 de septiembre de 2011

Pictures of you.

Bien sabía lo que tenía que hacer: volver con ella y sentarse a su lado, cogerle la mano y decirle que no tenía que haberse ido, y besarla, besarla una y otra y otra vez, hasta que no pudieran dejar de besarse. Ocurría en las películas y ocurría en la vida real, todos los días. La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia. Tenía que decirle a Alice que ahí estaba, o irse de nuevo, tomar el primer avión y regresar al lugar donde había vivido como en vilo todos aquellos años.


Sí, lo había aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida. Así había sido con Michela, así había sido con Alice; así era también ahora. Esta vez los reconocía: eran esos segundos y no volvería a equivocarse.

La soledad de los números primos, Paolo Giordano.

sábado, 24 de septiembre de 2011

What's the worst you take from every heart you break?

La sensación de vacío. El dolor tan extremadamente intenso que nubla hasta el último de tus sentidos. La punzada de culpabilidad. El valor que se deshace conforme las palabras nacen de tu boca. Los temblores que suben poco a poco desde tus manos, anidan en tu pecho y descienden imparables hasta tus rodillas. Sus ojos en los tuyos. Su incredulidad, tu firmeza.

La negación. El orgullo. La súplica. El odio. La indiferencia.

Le devuelves un corazón hecho trizas. Le devuelves un alma impregnada de tus recuerdos. Una incógnita. Una oración. Una lucha. Una retirada. Una disculpa.

Un último beso. Tus labios en los suyos. Tan suaves como siempre. Tan cálidos, dulces y seguros. Tan tuyos. Tan suyos. Imaginaciones. Pesadillas. Frustración. Dolor. Arrepentimiento. Seguridad. Fuerza. Metas. Sueños. Recuerdos. Cicatriz. Nueva página.


sábado, 17 de septiembre de 2011

You won't believe me.

Es difícil seguir el hilo de sus pensamientos, sobre todo cuando ni ella misma sabe evitar los nudos. Se le cruzan los cables y no hay más que hablar. Cortocircuito. Apagón. En realidad, ni siquiera sabe dónde está, ése no es su territorio. "¿Hay alguien ahí?", grita. Nadie le responde. No sabe dónde está el interruptor. ¿Cómo poner en marcha de nuevo la maquinaria?

Hacía mucho tiempo que no tenía pesadillas. Ahora la acechan constantemente. Se despierta temblando, incapaz de controlar su cuerpo, boqueando por una pizca más de aire para sobrevivir. Y lo peor de todo es que, a la mañana siguiente, no consigue recordar qué fue lo que soñó, ni cuándo volvió a dormirse.

Está en medio de un montón de gente, pero se siente sola. Muchos la ven, pero nadie la mira. Choca contra sus propias ilusiones, contra sus propios sueños. Y en el choque, ambos se rompen.

Paga su frustración con aquellos a los que teme perder, y cada vez los aleja un poco más. Ella misma se daña, y les daña, para no tener que sufrir. Y así, exactamente así, es como más duele. Cómo le gustaría decirles que son preciosas, cada una a su manera, tan únicas en su forma de ser. Cómo le gustaría decirles que son perfectos, cada uno con sus gustos, tan importantes para no caer.

Pero no lo dice, y calla. Por vergüenza, por miedo. Porque, en el fondo, nunca la creerán.

En realidad, la consume la rabia porque nada consigue apagar el terrible dolor de echar de menos algo que nunca podrá volver a ser igual.



[Tranquilos, ya me voy a comer helado, a ver si consigo elevar un poco el ánimo].

domingo, 4 de septiembre de 2011

Susurran tus manos.

Evitas el cruce de miradas y escondes el corazón en una caja fuerte, con la esperanza de que allí esté a salvo, cuando en realidad lo estás asfixiando. Y con él, mueres tú. No notas el roce cuando cojo tus manos. Las acuno entre las mías. Las acerco a mis labios. Esas manos que han recorrido mi cuerpo cientos de veces. Que me han dado las caricias más suaves. Que han encontrado los lugares más secretos, donde la piel desaparece y deja paso a los susurros.

¿Dónde estás? Me gustaría que volvieras, aunque sólo fuera un segundo. Redibujo el mapa de tus manos con mis dedos. No te inmutas. Tus manos te doblan la edad, y no te das cuenta. Miro con horror cómo las arrugas han anidado en su superficie, hundiéndose como un barco naufragado. Y, aún así, parecen tan pequeñas y delicadas entre las mías, tan dulces al tacto y a la memoria.

Tu verdad reside en aquello que no dices. ¿Qué ha sido de ti? ¿En qué parte del infinito vuelan ahora tus sueños? Y tu alma, ¿dónde ha ido a parar? A veces, me despierto angustiado. Me asalta la idea de no saber quien eres. De perderte, y morirme. Entonces te recuerdo con tu vestido verde, aquel día de invierno en el que sólo brillabas tú. Mi pequeña.

Ojalá volvieras. Ojalá volvieras y me susurraras al oído que todo va a ir bien. Y ojalá que, por una vez, fuera verdad.


viernes, 2 de septiembre de 2011

Hacia delante.

Hay voces en su cabeza. No paran de gritar. Se tapa los oídos, pero no consigue acallarlas. Las siente caer sobre ella, como agujas, como estacas, como balas. Se tira del pelo. Ni siquiera el daño las hace desaparecer unos segundos. En un arrebato, coge las llaves y sale de casa. Da un portazo. Baja las escaleras, se tropieza y está a punto de caer, pero se agarra al pasamanos y continúa. Sale a la calle. Camina cabizbaja, la gente no se fija en ella. Es una sombra.

Las voces aumentan su volumen. Echa a correr. Rápido. Rápido. Mucho más rápido. Da igual el rumbo, sólo corre, escapa, huye. De repente, ya no sabe ni dónde está. Hay un pequeño parque solitario. La hierba crece alta a su alrededor. Salta la valla que lo rodea y se dirige hacia los desvencijados columpios. Se sienta en uno y comienza a balancearse.

Las voces siguen resonando en su cabeza.

Los vas a perder. Los vas a perder. Y con ellos, te perderás tú misma.

Se echa hacia atrás todo lo que puede y se deja caer.

Lo mejor de todo es que no puedes hacer nada para remediarlo. Nada.

Da una fuerte patada al suelo y se eleva de nuevo. Hacia atrás. Hacia delante.

De todas formas, tampoco son tan buenos.

Esos columpios son los que más le han gustado desde que era pequeña. Y, aunque el sonido de la madera al crujir en cada sacudida no le da confianza, continúa balanceándose. Hacia delante. Hacia atrás.

Admítelo. Te vas a quedar sola. Algún día, ni siquiera te tendrás a ti misma.

Llega hasta ese punto mágico en el que te elevas por encima del palo superior y el estómago se te encoge un segundo. La adrenalina se desata en sus venas. Y sonríe. Una sonrisa débil, cansada. El viento se lleva las voces. Ríe, grita, llora. Se columpia. Hacia atrás. Hacia delante. Recuerda poco a poco cada momento grabado a fuego en su memoria. Los aviva. Y ellos la secuestran.

Encoge las piernas y deja que el columpio la balancee sin hacer fuerza. Por un momento, cree estar volando. Estira los brazos y cierra los ojos. El viento contra su cuerpo. Los rayos acariciando su piel. Nada más. Vuela sobre la ciudad hasta que el sol se esconde y ésta enciende su luz artificial. No importa que cada recuerdo se borre, si tiene a alguien que pueda recordárselo. No importa que no se tenga a sí misma, si sabe encontrar el camino de vuelta. Lo único que debe procurar es no perder el hilo de Ariadna, y tener a alguien al otro lado del laberinto.

Hacia atrás. Hacia delante.

martes, 30 de agosto de 2011

I promise.

-Te lo prometo.
-No quiero tus promesas. Simplemente hazlo.

No he podido evitarlo, se me ha roto la voz en la primera frase. En ese momento siento cómo tu mirada se clava en mi rostro. Evito tus ojos. Te quedas en silencio, y luego haces como si no hubieras notado nada. Sigues hablando, las horas pasan, todo vuelve a ser cálido.

¿Sabes? Me encantaría explicarte por qué no creo en las promesas. Me encantaría poder darte un argumento sólido, un tanto por ciento razonable, pero no los tengo. Me baso en la experiencia con una de las casi siete mil millones de personas que habitan el mundo. Quizás es algo muy pobre, pero nunca me moví en altas esferas y, oye, tampoco conozco a esas siete mil millones de personas.

La verdad es que no recuerdo muchas cosas. Sólo puedo hablarte de episodios inconexos. Aquella noche. Su mirada, sus malditos ojos negros. El insomnio. La primera vez que me llamó princesa. Recuerdo cuando le prometí que lucharía, que sería fuerte. Y también cuando fallé, cuando no pude más. Recuerdo cuando dijo que daría todo por mí, excepto X. Aquella canción de Sum 41 que decía I don't want this moment to ever end. Aquella otra de Secondhand Serenade que todavía suena en algún lugar remoto. Sus manos. Sus abrazos. Y recuerdo cómo le partí el corazón, de rabia, porque el mío se había suicidado.

Recuerdo aquel fallido intento de retomar algo. Y aquella última conversación.


Me había prometido tantas cosas. Prometió mil veces que, pasara lo que pasase, estaría ahí siempre. Y la rompió, ya no está. Rompimos tantas promesas, en tan poco tiempo. ¿Sabes? Me acojono al pensar que quizás mi mayor sueño sea al mismo tiempo una prueba. Porque también prometió que sería el primero de la fila cuando llegara la hora de las firmas. A veces, temo cumplir ese sueño, por si no aparece y rompe la última; o por si lo hace y, entonces, me rompo yo.

A veces, sólo muy de vez en cuando, como hoy, le echo de menos. Pero hace mucho que nos dijimos adiós. Entonces recuerdo esa frase:

Never say goodbye, because saying goodbye means going away. And going away means forgetting...


Y pienso que si nos dijimos adiós y cada uno se fue por su camino, ya no debería acordarme. Ojalá él no me recuerde. Ojalá me atreviera a contarte todo esto. Ojalá no hicieras preguntas. Ojalá, simplemente, no prometas nada nunca más.




miércoles, 10 de agosto de 2011

She isn't real.

Antes de que pudiera alcanzar la puerta y alejarse para siempre, él se interpuso en su camino.

-Dame un minuto más.

-¿Un minuto? No me harás cambiar de opinión en ese tiempo.

-Pero, ¿tú sabes todo lo que puedo hacer yo en un minuto?

Se apiadó de sus ojos suplicantes, de su pelo castaño revuelto, de sus labios temblorosos. Alzó la muñeca izquierda y miró el reloj.

-No sé qué pretendes, pero tienes un minuto a partir de... ya.

Él le cogió las manos. Estaban heladas. Casi pudo notar el escalofrío que había recorrido su espina dorsal. Se perdió durante dos segundos en sus ojos color canela. Cogió todo el aire que pudo.

-En un minuto puedo hacer que tu día cambie radicalmente. En un minuto puedo hacer que te sonrojes, que sonrías, que tiembles. En un minuto puedo memorizar tu imagen para mis sueños. En un minuto puedo curar mi corazón destrozado si te veo. En un minuto puedo dedicarte el estribillo de tu canción favorita. En un minuto puedo recitarte aquel poema de Neruda entero, cosa que nunca hice en persona. En un minuto puedo llevarte a un mundo paralelo, hacerte volar, invitarte a soñar. Durante un minuto puedo apresarte entre mis brazos para que tu aroma se adhiera a mi ropa. En un minuto puedo inventar el cuento con el que te quedarás dormida esta noche. Cada minuto puedo amarte un poco más que el anterior, pero menos que el siguiente. En un minuto puedo besarte millones de veces, o una sola...

Se acercó a su boca y la besó. Cerraron los ojos. Ella dejó que sus labios se abrieran y que su sabor los impregnara.

-Eres todo para mí. El sueño no correspondido, quizás. La canción que nadie canta, tan única y hermosa. Eres como un mito en el que tengo que creer, y lo único que me hace falta para hacerlo real es una razón más, en este minuto. Eres inalcanzable, y ahora que te tengo aquí, ahora que estamos juntos... quédate conmigo. Haría cualquier cosa por tenerte sólo para mí... Quédate conmigo, por favor, quédate conmigo.

Después de la erupción del volcán, el silencio enfrió la lava que envolvía sus corazones hasta convertirla en una consistente capa de hielo. Ella dejó que la rodeara con sus brazos una vez más, apoyó la cabeza contra su pecho y suspiró. Antes de darse cuenta, sus labios ya se fundían con los de él. Atrapó su cara entre las manos y lo miró a los ojos.

-Lo siento -susurró.

Él se apartó de la puerta y la dejó marchar. Mientras se alejaba pudo oír cómo el corazón de él estallaba en seiscientos ochenta y tres diminutos pedazos. Un ruido parecido al de la demolición de un edificio. Su propio corazón tembló hasta que estuvo dentro del coche; entonces, sintió cómo algo atravesaba su pecho, y segundos después explotó. Retuvo las lágrimas en los ojos, evitó que rodaran por sus mejillas, mantuvo su orgullo intacto. Arrancó el coche y se alejó de allí. Él podría reconstruir su corazón a partir de los escombros, pero del suyo no había quedado más que una desierta zona cero. Apoyado contra la pared, a punto de caer, él la vio alejarse.

-Tu reloj no tiene segundero -fue lo único que alcanzó a decir-. Tu maldito reloj no tiene segundero...

Ésta es una gran canción...

martes, 9 de agosto de 2011

Una historia de miedo.


El pequeño rubito cogió una silla y se sentó frente a su abuelo, que descansaba en el sillón verde de la terraza. Los suaves rayos del sol acariciaban su arrugada piel llena de manchas. El poco pelo que le quedaba en la cabeza era blanco como las paredes de su habitación. Tenía la nariz grande, los ojos verdes, la sonrisa torcida. Y la parte izquierda de su cuerpo paralizada por un ACV que había sufrido hacía más de seis años.

Su nieto ya lo había conocido así, y se divertía ayudándole a abrir la mano hinchada. El abuelo tenía millones de historias y cicatrices de guerra. Había viajado a las Américas, había sido cantante, atleta y poeta, había probado todo lo que la vida le había ofrecido. Y ahora era, como él decía, un maldito tullido.

El niño lo miró con los ojos brillantes, deseosos de saber.

-Abuelo, cuéntame una historia de miedo.

-¿Una historia de miedo? Mmm… creo que no recuerdo ninguna.

-Por favor, por favor –le suplicó, con voz de zalamero.

-Ah, sí, tengo una, mira:
Érase una vez, en el cementerio de Mugardos,
un sepulturero de tétrica mirada y mano despiadada
que los cráneos de los muertos machacaba.

El pequeño sonrió y lo miró divertido.

-¡Eso no es una historia de miedo! Yo tengo una mejor, mira: Érase una vez un cementerio donde había un guardia. Cuando el guardia se iba por las noches aparecían unos ladrones que se subían unos encima de otros y… y entraban en el cementerio. Y… y… Abuelo, ¿jugamos a las damas?

El abuelo le acarició el pelo y asintió.

-De acuerdo, de acuerdo, pero sabes que en menos de tres minutos haré una dama. Y ni se te ocurra hacerme trampas, que te doy un piñoco, ¿eh?


Más tarde, cuando el niño ya dormía como un angelito y el silencio reinaba en la casa, el abuelo habría de pensar en lo que había ocurrido aquella mañana. ¿Una historia de miedo? La única historia que realmente da miedo es la propia vida. Todo lo que te da, y todo lo que te quita, sin avisar.

lunes, 8 de agosto de 2011

Dejarse llevar suena demasiado bien.



Las piedras de la calzada se le clavan en los pies, a través de la suela de los tacones. Se agarra a la pared intentando no caer. Llega al portal. Busca en el bolso, revuelve todos los objetos inútiles que lo ocupan. No encuentra las llaves. La lluvia ha mojado su pelo y se ha confundido con las lágrimas, ocultándolas. Toma un segundo para respirar. Todo le da vueltas. Da con las llaves. Tres llaves. Las acerca a los ojos y elige una. La mete en la cerradura. No es esa. Elige otra y repite la operación. El pestillo cede. Entra y se tropieza. Se agarra al pasamanos y sube despacio las diecisiete escaleras hasta su piso. En la puerta de casa se repite la escena del portal, pero esta vez da con la llave correcta al primer intento. Entra y cierra. Se apoya contra la puerta y se quita los zapatos. Deja que los pies le resbalen hasta quedar sentada. Y entonces, las lágrimas vuelven en tropel, no la dejan respirar.

Se arrastra hacia el dormitorio. Las llaves y el bolso han quedado olvidados en el suelo. Se deja caer en el colchón y permite que las lágrimas bañen la almohada. Debería salir de allí, huir de aquella ciudad. Pero aunque reuniera el valor suficiente para marcharse, no soportaría el miedo a llegar. Se quedaría en el viaje, atrapada para siempre en el asiento mullido del avión, mirando por la ventanilla ovalada hacia el infinito de las nubes. ¿Cómo saber dónde vas a acabar si ni siquiera sabes por dónde empezar?

Los ojos se le empequeñecen en las lagunas de sus ojos. Sí, quizás debería irse, dejar atrás el aburrido trabajo mal pagado y las noches en bares de mala muerte. Quizás debería cambiar de cerveza, a la negra, para no acordarse más de su pelo. Pero igual cambia de guatemala a guatepeor, y no es plan. Mejor dejarlo estar, seguir con la rutina. Quizás tampoco vive tan mal. Quizás todo mejore poco a poco. Quizás...

Se le cierran los párpados entre el sí y el no. Positivo es su grupo sanguíneo. Algo irónico dada su negativa forma de pensar. No se ha quitado la ropa, pero, ¿qué más da?, nadie la va a acompañar esta noche. Y sueña con despertar en otro tiempo, en otra ciudad, en otra vida. ¿Dónde está la frontera entre ficción y realidad? ¿Quién dijo que soñar era gratis? Porque a ella le cobran en especias cada sueño, con dolor de corazón.

Dejarse llevar suena demasiado bien. Echar a suertes el siguiente paso. No se puede jugar al azar con la vida, es muy sabia, y demasiado puta. Así que ella seguirá recordando al amor que nunca existió, incapaz de moverse por si aparece en su busca. Y se consumirá como el cigarrillo en sus labios aquel amanecer en el que, después de hacerle mil promesas seguidas de mil amores, se marchó.

domingo, 31 de julio de 2011

Arena y sueño.

He de admitirlo: a veces, pienso en ti. Mentiré y diré que no me suele ocurrir a menudo, sólo en momentos como este, cuando el mundo parece haberse callado por fin y sólo me acompaña la melodía gris de las teclas de un piano que confunden blanco y negro. Por supuesto, música reproducida en el ordenador. Las manos me tiemblan demasiado para tocar. Lo han hecho durante todo este tiempo. Y ya no creo que puedan parar.

La cama parece agrandarse cuando me decido a levantarme. Y no consigo alcanzar el borde. Me hundo en el colchón. Mi mundo se reduce entonces a cuatro paredes invisibles que me asfixian. Claustrofobia. Me cuesta respirar. En realidad, nunca aprendí a respirar bien, siempre lo hago a trompicones. Respiro hondo y expulso el aire lentamente. Repito la operación dos, tres, cuatro o cincuenta veces, no sé, he perdido la cuenta. Estoy demasiado cansada para pensar bien, y aunque todavía es pronto, se me cierran los párpados.

Oigo martillazos. Quizás sea el ruido del cerebro que intenta arreglar el corazón destrozado. No sé, tampoco importa. Estoy en una montaña rusa gigante que justo en ese momento se lanza en una caída libre sin frenos, sin raíles, sin vagones. Vuelo. Aprieto los puños instintivamente, me clavo las uñas. Tengo las manos heladas. Planeo sobre las casas hasta alejarme de la ciudad, en busca del mar.

Aterrizo cerca de la playa y nado hacia la orilla. Me dejo caer en la arena, exhausta. Está anocheciendo. Veo cómo el sol se torna rojo fuego y tiñe el cielo de color violeta. Miro alrededor, en busca de ayuda, y entonces me encuentro con tus ojos. Por un momento, quiero desaparecer, que no me encuentres, que te marches sin más. Alzas una mano y saludas, todavía impresionado. Yo simplemente te observo. Me siento en la arena con dificultad. Te acercas y te agachas. No dices nada. Sabemos que esto no es real.

Entonces, como si fuera lo más natural del mundo, me coges la mano y la envuelves en la calidez de las tuyas. Veo cómo se abren tus ojos y leo lo que estás pensando: "Está helada". Me abrazas entonces, cubriéndome todo lo que puedes. Paro de temblar. Te miro y sonrío. Me devuelves el gesto. Y nos quedamos mirando el mar. Nunca te he preguntado si te gusta el mar. Espero que sí, porque pasamos horas frente a ese mar que se bate en retirada con la marea.

Y en medio de esa calidez y esa paz que me transmites, se me vuelven a cerrar los párpados. Justo antes de irme, te miro fijamente, con la sonrisa torcida, y te recuerdo que no te echo de menos, que no eres tan importante para mí. Me duermo.

Cuando me despierto la luz del amanecer se filtra por la persiana y oigo a los gorriones piar como locos. El ordenador se quedó sin batería hace mucho y descansa a los pies de la cama. Me estiro como un gato y ruedo hasta el borde de la cama, que mantiene su medida. Bajo los pies y me levanto. El suelo está frío. Lo estoy consiguiendo, he vuelto a la realidad. Entonces descubro que tengo las manos llenas de arena. Odio la arena, pero sonrío. ¿Hasta qué punto sabíamos que aquel momento no era real?

viernes, 29 de julio de 2011

Existimos mientras alguien nos recuerda.

En una ocasión oí comentar a un cliente habitual en la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra memoria al que, tarde o temprano -no importa cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos, cuánto aprendamos u olvidemos-, vamos a regresar. Para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre los pasillos del Cementerio de los Libros Olvidados.

La Sombra del Viento, Carlos Ruiz Zafón.

Y ahora, modificando esa última parte, diré que: para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre las estanterías repletas del libros que mis padres me dejaron explorar a mis anchas aquel verano, hace tres o cuatro años, subida a una banqueta y con una sonrisa permanente dibujada en la cara. He vuelto a tomar ese libro entre mis manos este verano. He navegado entre sus páginas, he caminado al lado de sus personajes, he temido por sus vidas y me he sorprendido al descubrir sus verdades. Y hoy, al terminarlo, tras haberlo entendido muchísimo mejor, me miro por dentro y noto que tengo el corazón rejuvenecido, como si hubiera vuelto a mis catorce años, con un corazón entero e inocente.

Ese libro pasará por las manos de muchos como otro cualquiera, sin llegar a tocarles una fibra del alma. Pero a mí me la robó entera y me la robará siempre que caiga en sus páginas, porque sé que volveré a leerlo algún día. Puede haber libros mejores, quizás, con más técnica, mejor estilo y un argumento más interesante. Puede, no lo niego. Pero a mí La Sombra del Viento me acompañará toda la vida.

martes, 26 de julio de 2011

Assassin is born.

Están en un callejón sin salida, devorándose los labios, cubiertos por la característica niebla londinense entre la que siempre quisieron vivir y que ahora les proporciona el escondite perfecto. Se besan con necesidad, más que con amor. Como si no tuvieran más remedio que dejarse llevar por la lujuria. Como si fuera la única solución posible. Como si aquella enfermedad les hubiera consumido y necesitaran comerse uno al otro para sobrevivir. Leire los observa con frialdad. Se acerca, sin preocuparse por imitar el sigilo gatuno de quien irrumpe sin permiso. En realidad, desea ser vista cuanto antes, deleitarse con sus caras de sorpresa, con sus miradas de súplica. Sus pasos suenan como truenos en el silencio de la noche, únicamente roto por la respiración acelerada y entrecortada de los amantes, el fluir de su saliva en cada beso y los golpes sordos de sus espaldas contra la pared. Se apoya en la pared opuesta a donde se encuentran ellos. Lentamente, lleva la mano izquierda a su espalda y agarra el revólver amarrado a su cinturón. Pesa. Apunta a los amantes. Quita el seguro. De repente, ellos asesinan su beso con un ruido hueco y se giran a la vez con los ojos muy abiertos, la mirada perdida de pánico. La adrenalina hace su aparición en las venas de Leire y le dibuja una sonrisa torcida en el rostro. La muchacha se adelanta unos pasos y comienza una letanía de súplicas desesperadas. Leire la mira con desprecio.

-Tú calla, puta -le dice.

A continuación, agarra el revólver con las dos manos y aprieta el gatillo, que le abrasa los dedos. La bala atraviesa el abdomen del hombre que, atónito, se lleva las manos al vientre que se colorea al instante del mismo rojo carmesí que la sangre que escupe por la boca. Su cuerpo cae como plomo en las baldosas. La chica ahoga un gemido en la garganta y se lleva las manos a la cara cubierta de lágrimas. Las rodillas temblorosas le fallan y cae al suelo. Leire se acerca a ella y le propina una patada.

-¡Las manos fuera de la cara, y deja de llorar! -le grita.

Se sienta sobre el vientre de la muchacha y le paraliza las piernas. Ésta, pálida y temblorosa, quita las manos de la cara y deja caer los brazos sobre el suelo, derrotada. Leire disfruta el segundo, se relame. Con parsimonia, lleva la mano derecha hacia su espalda y aferra el cuchillo que cuelga del cinturón. Se lo enseña a la muchacha sin nombre. Sonríe. La adrenalina vuelve a cabalgar en sus venas, como una estampida de rinocerontes cabreados. La chica patalea y se revuelve inútilmente.

-Para, te estoy haciendo un favor. Así aprenderás a no enamorarte nunca más.

Consigue paralizarla completamente con el brazo izquierdo mientras corta y abre la camisa de la muchacha hasta la altura del pecho con el derecho. Sus senos aparecen libres, firmes y moteados de manchas rojas, producto de los succionadores besos del amante muerto. Sostiene la mirada de Leire unos segundos que se hacen eternos. Ella coloca la punta del cuchillo sobre el lado izquierdo del pecho que, al respirar, provoca un corte sobre la piel blanquecina y hace que un fino hilo de sangre emane de la herida. Acto seguido, sin previo aviso, incitada quizás por el olor metálico del fluido, clava con todas sus fuerzas el cuchillo en el pecho de la joven y lo mueve hacia abajo, abriendo su piel. Un alarido corta el aire, agudo, intenso. Leire continúa con la operación hasta partir alguna costilla y conseguir hacerse hueco entre el mejunje. La muchacha apenas se mueve ya, la mira con los ojos muy abiertos, todavía sin creer lo que está sucediendo, y gime en un tono casi inaudible. Leire clava su mirada en ella mientras introduce su mano en la herida. Con mano experta, busca a tientas hasta dar con el órgano. Lo agarra y aprieta débilmente. A la muchacha se le desencajan los ojos de las cuencas y grita de dolor. Leire se ríe por encima del aullido y, con un giro experto, arranca el corazón de la joven. Lo sostiene en su mano.

-Uno, dos, tres, cuatro, cinco -cuenta cada latido-, seis... siete... ocho.

El corazón deja de latir al tiempo que la cabeza de la muchacha cae a un lado, muerta. Leire se levanta. Observa el órgano ensangrentado casi con respeto, como a un igual. Luego, saca de su mochila una pequeña caja e introduce el corazón en la solución UW que contiene. Lo cierra con sumo cuidado y lo guarda de nuevo en la mochila. Después dibuja en la frente de las víctimas un ocho, ayudándose del cuchillo. "Un número difícil", se dice a sí misma. Después, sin sigilo, como un transeúnte cualquiera libre de culpa, se dirige hacia el metro, que hace desaparecer la luz del sol que amanece tras los edificios de la capital.

lunes, 18 de julio de 2011

Sólo vosotros.

Siempre fuisteis, sois y seréis... especiales, únicos y maravillosos.


No es una despedida, es un hasta luego, un nos vemos. Quiero pensarlo así.  Porque, ¿sabéis?, aunque pasen cuarenta años, no podré olvidarme de muchos momentos que vivimos juntos. Y siempre estaréis aquí dentro, en el recuerdo, en el corazón.

Que sólo quede la amistad, y vuestras sonrisas.

sábado, 16 de julio de 2011

Expecto Patronum.

Tan débil. Tan vulnerable.


Puedo parecer una puñetera friki, pero no podía dejar pasar la oportunidad de hablar de una saga de libros que ha marcado una parte muy importante de mi vida. Harry Potter no es una saga que brille por su narrativa. Pero son siete libros que han sido capaces de llegar a más de medio mundo, de hacernos creer en la magia con lo difícil que es en estos tiempos.

Hemos deseado tener una varita de Olivanders, comprar una lechuza, vivir en Howgarts, conocer a Dumbledore y a Macgonagall, encontrar la piedra filosofal, luchar contra el Basilisco, temer a la petrificación de los "sangre sucia", conocer al profesor Lupin, liberar a Sirius Black, luchar contra dementores, dragones, sirenas, conseguir la Copa de los Tres Magos, viajar en el traslador y ver la resurrección de Lord Voldemort, llorar con la muerte de Cedric, no entender a la señorita Chang, querer formar parte de la Orden del Fénix, odiar a Umbridge con toda el alma, no entender al Ministerio de Magia, descubrir la verdad sobre el alma de Voldemort, buscar los Horrocruxes, destruirlos, asistir a la guerra más esperada en diez años y a la muerte de los personajes que han marcado una vida.

Y no digo más... porque sería una spoiler.

Empecé a leer los libros de Harry Potter con siete añitos, y ahora con diecisiete acudo a su fin casi con lágrimas en los ojos. Digo adiós a una parte de mi vida que siempre recordaré con el "Wingardium leviosa" de primer curso. Aunque yo seguramente, de no ser una muggle, habría estado en la casa de Ravenclaw.

Quiero destacar al personaje (para mi gusto) más enigmático en los libros y mejor caracterizado en las películas: el profesor Severus Snape. Una maravilla. A Bellatrix Lestrange, por su oscuridad y ese porte... que siempre me ha llamado la atención. Y a la pequeña Lunática Lovegood, que siempre aporta ese punto de locura necesario entre tanta valentía, tanto miedo y tanta sensatez. Quizás debería hacerle un hueco en este blog con alguna de sus frases.

En fin, ¡¡que viva la Generación de Harry Potter!!

lunes, 11 de julio de 2011

El único al que siempre volveré.

Noto pequeños besos en mis mejillas. Intento darme la vuelta para alejarlos y seguir durmiendo. Interpongo una mano entre el dueño de esos labios y mi moflete.

-Vamos, princesa, ya es de día -susurra.

Abro los ojos despacio. Primero uno. Luego otro. Los vuelvo a cerrar.

-Sólo un poquito más -suplico.

Ríe. Noto cómo su cuerpo se aleja. Abro los ojos asustada y entonces veo su rostro a unos centímetros del mío.

-Buenos días.
-Mmm... buenos días -replico de mal humor.

Se levanta una pequeña brisa y una fina capa de arena choca contra mi piel. Entonces, contemplo nuestra desnudez en medio de la playa desierta y me asalta el recuerdo de la noche anterior, donde competimos con parejas imaginarias por conseguir silenciar con gemidos el sonido del mar en nuestros oídos. Veo sus dedos jugando en mi vientre, en los huesos de mi cadera, y me sonrojo.

-¿Qué hora es? -pregunto.
-¿No eras tú la que no podía vivir sin reloj? ¿Dónde te lo has dejado?
-Me lo quitaste anoche, ¿recuerdas? Dijiste que nunca acabaría, que se prolongaría hasta el infinito, pero te equivocaste.

Un escalofrío recorre mi espalda cuando noto sus dedos bajar por la parte interior de mis muslos. Cierro las piernas y me siento. Me mira divertido, con la mano aprisionada. El sol aún está muy bajo, calculo que serán las seis de la mañana. Libero su mano. Él se sienta detrás de mí y me abraza. Me dejo envolver y mecer por sus brazos, apoyo mi cabeza en su hombro y contemplo el amanecer sobre el mar.

El sol nace de las suaves olas que mueren en la orilla, a nuestros pies. Y cientos de pájaros se elevan en el cielo y cantan como si quisieran darle los buenos días a un mundo que ya está demasiado cansado para responder. Siento cómo los débiles rayos rozan nuestra piel, llenos de calidez.

-¿Sabes? Siempre quise ser un pájaro -digo en voz alta. Nadie me responde-. Los pájaros son libres, vuelan de acá para allá sin tener que dar explicaciones, ven los paisajes más hermosos...

Sé que él no me está escuchando. Me oye, pero no me escucha. Por un momento, me siento sola. Ojalá pudiera coger carrerilla y echar a volar, perderme con las bandadas que sobrevuelan el mar y buscar la línea del horizonte hasta llegar al fin del mundo. Miro al sol fijamente, con los ojos muy abiertos. Cuento despacio hasta cinco y aparto la mirada. La imagen entonces cambia, y en medio de las aves veo un punto azul oscuro, casi negro, que se mueve entre ellas al tiempo que marcan mis ojos. Y pienso que algún día yo seré ese punto.

Me doy la vuelta y veo su mirada perdida en los millones de gotas que forman el mar.

-¿Qué piensas? -le pregunto.
-Quizás debería abrir tu jaula y dejar que vueles. Pero, la libertad es tan peligrosa... y tengo tanto miedo de que no vuelvas.

Me escabullo en el silencio. Desaparezco. Mi mente abandona mi cuerpo y me dejo llevar por el viento. Mi  corazón tiembla. Tardo veintitrés segundos en tomar posesión de mí misma de nuevo. Me doy la vuelta y lo aprisiono contra la arena. Sujeto sus manos por encima de la cabeza. Nuestras narices se tocan. Noto su aliento cálido en mi boca.

-Escúchame atentamente porque sólo voy a repetirlo una vez. De todas las cosas que conozco en este mundo, sólo hay una que realmente me da libertad, y ese eres tú. El único al que siempre vuelvo. El único al que siempre volveré.

No le beso. No le digo que le quiero. Simplemente dejo caer mi cabeza en su hombro y aspiro su olor una vez más. De repente, en el silencio que sigue a esa confesión brutal, oigo cómo las persianas suben y los edificios despiertan. Algunos deportistas madrugadores se acercan peligrosamente al lugar donde descansan nuestros cuerpos. Ambos nos miramos un segundo, con pánico y vergüenza. Con diversión.

-¡Corre! -le grito.

Nos levantamos, cogemos rápidamente la ropa y nos abalanzamos a la carrera hasta una de las casas de alquiler en primera línea de playa. Busca la llave en los bolsillos del pantalón y abre. Mientras cierra la puerta, ya he dejado la ropa a un lado y le espero en la puerta de la habitación. No hace falta decir nada. Se acerca y nos besamos rápido, con necesidad, devorándonos los labios entre risas. Y, justo en el momento en el que caemos sobre la cama, siento cómo nuestros cuerpos se elevan por la fuerza de nuestras alas y la adrenalina propia de una montaña rusa recorre mis venas hasta la caída libre del orgasmo.

Sé que me iré de nuevo, que volveré a dejarle solo, porque soy como un gorrión callejero, que muere si está encerrado demasiado tiempo. Pero sólo en sus brazos encuentro el poco calor que puede aportarme esta puta vida. Sólo él entiende porqué me voy. Y sólo a él he de volver.


viernes, 8 de julio de 2011

Colibrí.

-No sabéis lo que decís, el colibrí no es un pájaro cualquiera. Su corazón late a mil doscientas pulsaciones por minuto. Mueve las alas ochenta veces por segundo. Si no se le dejara mover las alas, moriría en menos de diez segundos. Esto no es un pájaro cualquiera, ¡es un puñetero milagro! Han estudiado cómo mueven las alas a cámara lenta. Y, ¿sabéis qué han visto? Lo hacen con los extremos de las alas. ¿Sabéis qué simboliza el ocho en matemáticas? ¡¡INFINITO!!

Fragmento del Capitán Mike en El curioso caso de Benjamin Button, del director David Fincher y guión de Eric Roth.


Tú siempre fuiste un colibrí, pequeña. Y por ello debes cuidar tu libertad. Que nadie atrape tus alas, ni tus sueños. Vuela lejos... más allá del infinito.

jueves, 7 de julio de 2011

Una locura última del corazón.

Florentino Ariza, endurecido de tanto sufrir, asistía a los preparativos del viaje como hubiera asistido un muerto a los aprestos de sus honras fúnebres. No le dijo a nadie que se iba, no se despidió de nadie, con el hermetismo férreo con que sólo le reveló a la madre el secreto de su pasión reprimida, pero la víspera del viaje cometió a conciencia una locura última del corazón que bien pudo costarle la vida. Se puso a la media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con el violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los primeros compases empezaron a ladrar los perros de las calle, y luego los de la ciudad, pero después se fueron callando poco a poco por el hechizo de la música, y el valse terminó con un silencio sobrenatural. El balcón no se abrió, ni nadie se asomó a la calle, ni siquiera el sereno que casi siempre acudía con su candil tratando de medrar con las migajas de las serenatas. El acto fue un conjuro de alivio para Florentino Ariza, pues cuando guardó el violín en el estuche y se alejó por las calles muertas sin mirar hacia atrás, no sentía ya que se iba la mañana siguiente, sino que se había ido desde hacía muchos años con la disposición irrevocable de no volver jamás.

Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera.

martes, 5 de julio de 2011

Un sólo corazón.

En verano los atardeceres son mucho más bonitos. Y es muy sencillo explicarte porqué...

Después de un largo día expuesto a temperaturas que sobrepasan los límites del infierno, su final sabe a gloria. Sentados sobre las rocas de alguna playa remota, alejada de la civilización, la globalización, el turismo y la crisis, Blanca se acurruca entre los brazos de Manuel. El sol mece las olas al rozarlas suavemente con sus rayos; y éstas chocan contra las piedras y salpican los pies de los amantes, cubriéndolos de pequeñas gotas cristalinas. Una suave brisa revuelve el pelo de Blanca y eleva sus cabellos en el aire, delante del rostro de Manuel. Ambos contemplan absortos el anochecer. Blanca, con sus ojos azules abiertos de par en par, fotografiando en su retina la imagen para guardarla en el álbum de sus recuerdos. Manuel, entre los mechones de Blanca, aspirando su aroma, sintiendo cada uno de los latidos de su alocado corazón.

El tiempo pasa más rápido de lo que a ellos les gustaría, y el sol se esconde bajo la línea del horizonte antes de que se den cuenta. Una oscuridad absoluta los envuelve. La piel de Blanca se eriza en el frío de la noche. Manuel la abraza más fuerte. Sonríen.

-Quizás deberíamos irnos, empieza a hacer frío -dice con pesar él.
-Sólo un ratito más, hasta que salgan las estrellas -suplica ella.

Manuel asiente. En realidad no quiere irse. Entonces aparece la luna a lo lejos. La luna sobre el mar siempre es más hermosa, más pura. Su luz blanquecina ilumina a la pareja que se funde en un sólo corazón. Pequeñas estrellas dejan ver su dulce resplandor poco a poco, hasta hacerse un manto de la noche que quita el frío a los intrépidos amantes.

-¿Sabes? -interrumpe Blanca con voz suave-. Seguramente la mayoría de las estrellas que estamos viendo ahora mismo ya se han apagado.
-Yo sé de una que nunca se apagará.
-¿En serio? -Blanca se yergue, intrigada-, ¿cuál?, ¿cómo lo sabes?
-La tengo entre mis brazos.
-Ese era un piropo fácil -dice Blanca desilusionada.

Y, aunque se hace la enfurruñada, sonríe y se sonroja levemente. "Una estrella, qué cosas tiene", piensa. Vuelven a mirar el cielo, rodeados de un silencio roto únicamente por el sonido de las olas, el canto permanente del mar. De repente, una estrella fugaz cruza el cielo y se pierde en el horizonte, como si hubiera caído a las profundidades del mar para ser custodiada por las sirenas.

-Ahora me dirás que las estrellas fugaces no son más que meteoros -dice Manuel con voz de documental-, trozos de rocas interplanetarias que chocan y se incendian, provocando intensos flashes de luz al entrar en la atmósfera terrestre.
-No tonto, la estrellas fugaces existen. ¿Has pedido tu deseo?
-No necesito pedirlo, tengo todo lo que quiero en este instante. ¿Y tú, qué has pedido?
-Si te lo dijera no se cumpliría.
-Vamos, dímelo, una flamígera roca voladora no va a hacer que se cumpla tu deseo.
-Es posible que no. Pero, ¿y si lo hace?
-Algún día cazaré una estrella fugaz y te la regalaré. Entonces me dirás lo que pediste, ¿vale?
-De acuerdo.

Blanca sonríe. Él nunca sabrá que lo que ella ha pedido es ver muchos atardeceres más juntos. Un deseo muy simple, quizás. Manuel mira sonriente los ojos brillantes de ella, siempre soñadores. De repente, siente una necesidad tremenda de saber...

-¿Me quieres? -pregunta.
-Sabes que no -responde ella. A continuación, se da la vuelta y lo mira fijamente. Se acerca despacio hasta que sus narices se tocan y deja que sus labios se rocen-. No te quiero. Te necesito. Te adoro. Te amo. Más allá del infinito. Y eso se queda corto.

Un sólo corazón.

miércoles, 29 de junio de 2011

La cajita de música.

Hay una cajita de música para cada amor imposible, para cada amor no correspondido, para cada amor roto. Sin embargo, lo primero que debes saber acerca de la cajita de música es que se muestra con una forma diferente ante cada persona. Mi cajita de música es de madera rojiza. Es rectangular y me cabe en la palma de la mano. Se abre con una pequeña llave plateada que guardo entre las páginas amarillentas de algún libro de mis estanterías. En la cerradura hay un grabado con forma de enredadera.

Al abrirla, se descubre el interior de la parte arrancada de mi alma. Una pareja de bailarines de cristal dan vueltas despacio al ritmo de una música lenta. Su silueta se refleja en el espejo que hay bajo la tapa. Pero, ¿qué hay dentro de la cajita de música? ¿Sueños, recuerdos, momentos? ¿Cartas, plumas, flores?

Dentro de la cajita de música hay una pequeña rosa seca, a la que se le han caído casi todas las espinas. El color de sus pétalos petrificados es carmesí oscuro. Y junto a ella guardo cada trocito de corazón que se me ha caído a lo largo del tiempo. Hay trocitos inmaduros, que se cayeron antes de tiempo por motivos que no valían la pena. Hay trocitos duros, que hicieron todo lo posible por no caer y que fueron arrancados con dolor. Y hay trocitos destrozados, casi irreconocibles, que cayeron tras aguantar miles de golpes, tras clavarles millones de espinas.

A veces, saco la cajita de música de su escondite y la abro. Contemplo los trocitos uno a uno y pienso que, aunque haya dolido, ha valido la pena tenerlos conmigo; y, aunque hayan caído al final, nada me proporcionó tanta felicidad y dicha como ellos mientras formaron parte de un corazón entero.

Mi cajita de música tiene también una conexión con las de las personas a las que pertenece cada trocito arrancado de mi corazón. Así, digamos que también guardo en ella trocitos de los corazones de otros.

Lo más curioso de la cajita de música es su olor. Al contrario de lo que podáis pensar, es decir, que huele a órgano putrefacto en descomposición, la cajita de música huele a libro viejo. La cajita de música huele a recuerdos. Y cada vez que la abro me envuelven y me miman durante un rato.

No suelo abrir la cajita de música a menudo. Quizás porque soy un tanto insensible, o me gusta aparentarlo, y no tengo ánimo para recordar esos momentos. Pero hoy me he visto obligada a hacerlo. He esperado paciente toda la noche escuchando su música, mientras un trocito de mi corazón pendía de un hilo. No era un trocito inmaduro, no era un trocito duro, no era un trocito destrozado. Era un trocito envenenado. Supongo que ya hace muchos años que está así, pero siempre encontraba de nuevo la cura. Esta vez, no ha llegado a tiempo. Y se ha caído.

He visto cómo ese trocito dejaba de latir y se rompía el hilo que lo unía a lo que me queda de corazón. Lo he cogido con ambas manos y lo he arrullado en ellas con cuidado. Le he dicho esas palabras que nunca oirás y lo he besado una sola vez. Me han atacado miles de recuerdos, pero he salido victoriosa de la batalla y no he derramado una lágrima. Nunca lloré por ti, y no lo iba a hacer ahora.

Entonces, ya en paz conmigo misma, lo he depositado en la cajita de música, en un lugar privilegiado, cerca de los dos bailarines que justo en ese momento habían dejado de dar vueltas. He girado la cajita de música y le he dado cuerda. Cuando la he soltado, el mecanismo se ha puesto en marcha de nuevo, los bailarines han comenzado su danza y el pequeño trocito de corazón ha empezado a latir.

¿Sabes a qué compás laten los trocitos de mi corazón que guardo en la cajita de música? A un cinco por cuatro, ese compás cojo y desamparado en el que nadie se atreve a componer.

Esta es sólo parte de la explicación, supongo.


[Esta es mi entrada número 100. Se merecía algo especial.]

viernes, 24 de junio de 2011

Stairway to heaven.

Subir al escenario es ya casi una rutina. Espera entre los músicos a que llegue su turno. Despreocupada, charla con unos y otros, se ríe, sueña con algún cazatalentos entre el público. Subir al escenario es ya casi una rutina, pero aún conserva ese delicioso sabor de los nervios en el estómago justo unos minutos antes de la exhibición. Los espectadores aplauden mientras se hace la presentación. Una canción... no, no una canción, un clásico. El presentador baja y le da la mano.

-Es tu turno, pequeña -le dice.

Ella sonríe. Quizás es demasiado atrevimiento versionar esa canción, pero siempre había soñado con ello. Oye gritos entre la multitud. Algún piropo subido de tono y el ánimo de sus amigos que sonríen en la primera fila. Cierra los ojos y respira hondo. Los abre de nuevo, busca entre la multitud miradas que le devuelven expectación, nerviosismo. Ninguna es la suya. Vuelve a cerrar los ojos. Vuelve a respirar hondo.

Comienza a sonar la guitarra y la flauta. Le encanta el sonido del último instrumento, es como hacer cantar al viento. Coge el micrófono con ambas manos y comienza a cantar. Muy suave, casi susurrando. Para llegar a las notas agudas sin rasgar las cuerdas vocales, eleva la mirada al cielo. Le tiemblan las rodillas. Siente todo su cuerpo rendido a la voluntad de la música. No puede hacer nada para impedirlo, aunque tampoco querría.

It makes me wonder, it really makes me wonder...

Cuando empieza a sonar la batería, eleva su voz y juega con los sonidos sin palabras, crea melodía sin letra, adorna la música y se une al instrumental como uno más. Y en el minuto seis, cuando la música se vuelve agresiva, cambia la voz para hacerla más violenta. Agarra el micrófono con las dos manos y acerca los labios a él para que no se pierda ni un hertzio de su voz.

El público no puede apartar la vista de ella. Todos la miran como si se elevara por encima de los mortales. Y, en realidad, lo hace. Se camufla tras su vestido negro de palabra de honor y el maquillaje, oculta su rostro tras los cabellos rizados. Pero no puede hacer lo mismo con la blanquecina pureza de su piel, con el brillo penetrante de sus ojos color miel, ni con el sonido angelical de su voz.

Ella vuelve a buscar entre el público. Quizás en alguna esquina esté él, observándola. Quizás en alguna sombra, escondido de miradas curiosas, esté él, esperándola. Acaba la música. Le queda la frase final. Aguarda hasta le momento oportuno. Un aplauso comienza a expandirse por la sala, pero ella no lo escucha. Ha encontrado sus ojos entre el público y no puede apartar la mirada de ellos. La última nota de la guitarra llega a su fin. Suspira. Desde la lejanía, él le sonríe. Y, aunque sólo se le escuche a ella, ambos cantan al unísono la frase final.

And she's buying the stairway to heaven...

Los gritos y silbidos llenan la sala. Ella sonríe y da las gracias a los músicos y al público. Abraza al guitarrista. Baja del escenario y aguanta paciente las felicitaciones de algunos espectadores. Sus amigos la asfixian con sus abrazos. Ella lo agradece, pero en realidad lo único que desea es salir a fuera. Con la excusa del calor, se aleja de ellos y se dirige a la puerta. Otro cantante ya ha ocupado el escenario y nuevos acordes llenan sus oídos. El público enloquece de nuevo. Ella ya es invisible.

Sale del pub y se dirige al paseo. El mar está tranquilo esa noche y la luna luce llena en el cielo, sola. Camina sin dirección, esperando encontrarle. Cansada, se sienta en el borde del paseo, con las piernas colgando, se quita los zapatos y roza el agua con los pies. Está fría. Él, silencioso, se sienta a su lado. No se miran. Una lágrima cae por la mejilla de ella, surca su rostro, se pierde en sus labios un segundo y luego se suicida desde su mentón. Antes de que la siguiente repita el proceso, él la recoge y se la llena a los labios. Ella cierra fuerte los ojos.

-Me prometiste que no ibas a llorar.
-Nunca cumplo mis promesas -responde ella.

Hay un corto silencio. Ambos suspiran al mismo tiempo y sonríen. Miran a la luna.

-¿Alguna vez has bailado sobre el agua, bajo la luna llena? -pregunta él.
-No, nunca lo he hecho porque es imposible...

Él se levanta rápidamente y extiende una mano hacia ella.

-¿Me concede este baile, señorita?

Ella coge su mano y se levanta.

-Cierra los ojos, pequeña.

Ella lo hace sin rechistar. Él la guía con cuidado. De repente, nota el agua bajo sus pies descalzos. Coloca una mano sobre su hombro y nota la mano de él en su cintura. Entrelazan las que les quedan libres.

-Ya puedes abrirlos.

Primero ve sus ojos verdes fijamente clavados en ella. Luego, baja hasta sus pies y descubre el truco: están en el pequeño estanque de apenas dos centímetros que sirve para reflejar los edificios como decoración. Por último, la luna cubre sus cuerpos con su tenue luz. Él se acerca a su oreja y susurra los primeros versos de la canción. Ella siente un escalofrío que la hace ruborizarse. Pero se une a su voz.

There's a lady who's sure all that glitters is gold, and she's buying the stairway to heaven...

Se mueven despacio, salpicando y chapoteando con los pies en el agua. Sonríen y cantan. Tras la frase final, ese stairway to heaven dolido, él la mira y le dice:

-Todo va a ir bien, pequeña, ya verás.

Se acerca a sus labios, los roza apenas unos segundos. Ella se deshace finalmente de sus alas y las eleva a la luna, pues un ángel no debe nunca enamorarse de un mortal, pero es imposible evitarlo en ocasiones.




[Te lo debía, pequeña. Que nada te diga nunca cuánto vales, y menos una nota. Porque tú vales mucho más que eso, y los que de verdad te queremos, lo sabemos. Sigue cantando y bailando en las noches de luna llena, sobre el mar.]