miércoles, 27 de abril de 2011

I'm just human.

Salgo una hora antes de clase. No hay nadie en casa cuando llego. Pienso en ti. Creo que sé dónde estarás ahora mismo. Intento imaginarte. Lo hago demasiado bien y veo hasta los pliegues de tus labios en una sonrisa. Sonrío como una tonta. Alguien llega a casa. Te aparto de mi mente. Como sin hablar. Los demás comentan lo que pasa en la realidad, pero yo estoy muy lejos de allí. A las tres ya estoy encerrada en mi habitación. Pongo la música alta. Abro el correo y todas esas redes sociales en las que estoy metida. Nada interesante. Subo la música, a todo volumen. Cierro todas las ventanas y saco el estuche y la carpeta.

Hago deberes. Hago comentarios de texto toda la puta tarde. Sigue sonando la música. Voy a gastar todas las horas que me quedan de Spotify. No importa. Termino a las ocho. Guardo cada folio en su compartimento correspondiente dentro de la enorme carpeta. Preparo la mochila con los libros de mañana. Me espanzurro en la silla mientras sigue sonando música. Dejo que me llene y evito pensar. Pero eso es imposible.

Me vuelves a la mente. Cuento hasta cinco, contigo delante, y luego te echo. No te vas. Mierda. ¿Por qué no te vas? Desparece, joder. Fuera. Ya no sonríes. Me miras interrogante. ¿Dónde estoy yo? Muy lejos de aquí, te lo aseguro. ¿Qué me pasa? Me pasa la vida, me pasa el instituto, me pasa el echar(te) de menos, me pasa la desmotivación, me pasan ellos, me pasan ellas, me paso yo misma. ¿Lo has entendido? Bien, porque yo tampoco, pero sé que eso es lo que pasa.

Me levanto malhumorada de la silla. Noto cómo te esfumas. Me pongo los converse y saco a la perra. Cuando salgo de casa, el viento me da de lleno en la cara. Pero, no me molesta. Cierro los ojos y lo disfruto un instante. ¿Dónde coño estarás ahora? Bueno, yo me dirijo hacia la parte de atrás de mi edificio. Hay un campo medianamente grande, una pequeña "selva amazónica", como yo le llamo. Camino hasta el paseo y doy un par de vueltas. Mi perrita corre de un lado a otro con el pelo al viento. El cascabel de su collar tintinea. Me gusta ese sonido. Quizás tú también estés dando un paseo. O no. Hace una tarde preciosa. La puesta de sol colorea las nubes de color salmón. Ojalá pudiera ir a ver el mar, pero no me da tiempo, hoy no. Además, no quiero matar a la perra de cansancio. La llamo con un silbido. "Vamos, peludita., hay que ir a casa". Mueve el rabito mientras la acaricio. Subimos. Le lleno el comedero y le doy una galleta como premio.

Me cambio y me pongo la ropa de deporte. Pongo la alarma en el móvil y me coloco los cascos. Paso media hora en la máquina de ejercicio. Con rabia. Rápido. Despacio. Rápido. Despacio. Yo soy una sedentaria empedernida, ¿qué estoy haciendo? Olvidarme de ti, como sea. En los cascos, la música a todo volumen. En el aire, mi respiración. Suena tu canción. Bueno, tus canciones. Seguidas, además. Y vuelves. A saber dónde estarás ahora mismo. ¿Por qué apareces hoy? Estaba bien sin ti. No me hacías falta. Pero ya que estás aquí, escúchame. ¿Sabes? Creo que estoy en una mala racha que no quiere irse. No tengo ganas de nada. Y no sabría decir cuánto tiempo llevo así. Pocas cosas hacen que me ponga nerviosa y todo carece de interés. Enarcas una ceja. Sí, ni siquiera tú haces que se me revuelva un poco la sangre. Todo va de mal en peor. Tengo miedo. Tengo mucho miedo al día siguiente. Y, si te soy sincera, muchas veces no quiero que llegue. Quiero quedarme aquí. Suspendida en el tiempo y el espacio... Suena la alarma. Bajo de la máquina. Me duelen las piernas. Me deshago de la ropa por el pasillo y me meto en la ducha. Fría. Muy, muy fría. Helada. Has desaparecido.

Me pongo el pijama. Enciendo otra vez el ordenador. Pongo música. Lenta, muy bajita. Nada en el correo. Nada en las redes sociales. Mmmm... entonces me da la locura. Porque te has ido. Ya no vuelves. Por hoy ya ha sido bastante. Así que canto. ¿Qué? ¿Cantar? ¡¡No te imaginas los conciertos que me pego a tus espaldas!!


Y entonces pienso que quizás te guste esta canción. Vuelves. Me río. No puedo luchar contra ti. Porque siempre consigues hacer que todo sea un poco mejor... Te imagino con tu sonrisa. Y sonrío.

domingo, 24 de abril de 2011

Sirena.

Suena "Map of the problematique" de Muse en el reproductor. Tengo una ventana abierta con dos pestañas: una sobre la biografía de Goya, otra de wikipedia en la que aparece cada uno de sus caprichos explicado. Tengo una imagen en la cabeza. Tengo el olor a playa y a sal metido en las fosas nasales. Tengo...

El sonido del mar siempre la había ayudado a calmarse. Muchas veces se había planteado la idea de grabarlo, pero le parecía que el efecto tenía tanto poder por lo efímero que era. Aquella tarde, cogió una chaqueta fina y salió a la calle. Caminó mientras la luz del sol acariciaba lentamente su piel. No miró atrás en ningún momento, pero tenía la sensación de que alguien la seguía.

Entre las callejuelas interminables, entre el barullo del gentío, escuchó el inconfundible sonido del mar. Se apresuró. Mientras caminaba, el sonido se hizo más y más nítido. Entonces, al doblar una de las últimas esquinas, lo vio. El mar. Tan azul como en su primer recuerdo. Se quitó los zapatos y caminó por la orilla de la playa hasta las rocas del final. Sentía que nada más existía en el mundo. Sólo ella y el mar. Sólo el mar y ella.

Subió por las rocas y se sentó en el borde de la más alta. Durante unos minutos dejó que el sonido la envolviera. El cielo era de color azul celeste, salpicado de pequeñas nubes algodonadas que se difuminaban en diminutas manchas blancas. El sol lucía a lo lejos, a bastante altura sobre el mar, anaranjado, resplandeciente. Las olas chocaban contra las rocas y se rompían en espuma burbujeante. El viento le revolvió la larga melena y la envolvió con el olor de los miles de barcos hundidos y las miles de historias secretas que guarda el océano.

Contempló el mar y se dejó acariciar por el viento y el sol durante largo rato, sin moverse, casi sin respirar. Entonces, oyó unos pasos detrás de ella. No se dio la vuelta. Siguió observando el mar. Alguien le apartó la melena y posó sus labios sobre su hombro. Ella se estremeció. Siempre lo conseguía. Dejó que siguiera bajando con pequeños besos por su brazo. Cuando llegó a la mano, la besó con infinita delicadeza y, tras acercarse a su oído, le susurró: “Buenas tardes, sirena”.

Ella se sonrojó. Quizás habría quedado mejor “Buenos días, princesa”, pero a ella le gustó más aquel apodo. Siempre se había sentido parte del mar. Se dio la vuelta y lo miró. Su piel estaba coloreada por la luz anaranjada del sol y su sonrisa parecía mucho más blanca. Sonrió. No sabía porqué, pero aquel momento le pareció el más perfecto que alguien puede regalar. Se dejó abrazar y continuó contemplando el infinito mar, que se fundía con el cielo en la distancia.

El sol bajaba cada vez más deprisa y el tiempo se les escurría entre los labios silenciosos. Harta de estar quieta, se dio la vuelta y lo besó. Despacio al principio. Muy despacio. Sintió cómo el mar salpicaba su espalda al romper las olas mientras seguía besándole. Bajó por su cuello. Notó cómo las manos de él subían temblorosas por su espalda. Tan despacio como aquel primer beso, desabrocharon botones, bajaron cremalleras y se despojaron mutuamente de las telas que les cubrían.

Se miraron. Estaban alejados del resto del mundo, aislados en una burbuja, rodeados de mar y cielo. Aquella era su pequeña isla desierta. Nadie podría descubrirlos nunca. Ella dibujó una sonrisa traviesa. El cielo se había vuelto de color naranja con el crepúsculo y su piel había adquirido un tono más rojizo. Se acercaron de nuevo, más rápido. Se acariciaban fundiéndose el uno en el otro, dejándose el sabor a sal de su piel en los labios, envueltos en aquel mar que guardaría su secreto. Y se sintieron libres, rodeados de estrellas, hasta el amanecer.

lunes, 18 de abril de 2011

Miaaau.

Querido Sujeto-X:

Todo da vueltas. Como en un tiovivo que no para nunca. Los días son circulares, me levanto con la luna y me acuesto con el sol. O no. Antes era al revés, ¿verdad? Las personas normales lo hacían al revés, creo. Pero no importa, tampoco quiero ser normal. Tengo una máquina de escribir, pero no papel. Tengo sueños, pero no ganas de dormir.

Hace viento. Hace viento y pienso si la corriente de aire llevará a tu oído todos esos susurros que te dedico de madrugada últimamente. Te imagino durmiendo, enfrascado en algún profundo sueño. La respiración lenta. Los suaves latidos del corazón. No sé. Es raro, te imagino aunque no recuerde tu rostro. Ni siquiera sé ya cómo era tu sonrisa. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te fuiste? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que olvidé tu nombre? ¿Cuánto tiempo, cuánto tiempo? El tiempo es un Dios horrible que nos hace sus esclavos. Mira lo que ha hecho con tu recuerdo. Mira lo que ha hecho con mi memoria.

No entiendo ya nada. No sé qué pasa a mi alrededor. Contigo era todo mucho más fácil, aunque no más simple. Ahora nada tiene sentido. Y siempre que pregunto "¿Por qué?" no obtengo respuesta. Sé que tú me hubieras dicho "¿Y por qué no?". Se me acelera el corazón ante tantos interrogantes.

Me he vuelto egoísta y orgullosa. He echado de mi lado a las personas que más quise, para no hacerles daño. Y quizás es así como más dolor les he causado. He desconectado la empatía. He apagado la lucidez. Me he arrancado el corazón de cuajo y lo he guardado en una pequeña cajita musical. He tirado la llave. Quien pueda abrirlo lo hará sin necesidad de algo tan material.

Me siento vacía y perdida. Y ese péndulo que oscila sobre mi cabeza, sobre mi humor, me vuelve loca. Sé que cuando vuelvas seré la típica vieja que vive con cincuenta y tres gatos. Y yo misma me habré convertido en uno de ellos. Pero, ¿sabes? Me consuela saber que tú siempre serás un pez de agua dulce. El único problema es que te dejas llevar por las sirenas.

No sé por qué, pero escribirte es ya lo único que me calma. Maldito pez naranja, siempre tuviste más fuerza que yo. Y siempre conseguiste llevarte el gato al agua.

Atentamente, desde las profundidades de tu pecera,
ese Gato Siamés del que ya te has olvidado.

Miau, miau.

viernes, 15 de abril de 2011

Créeme.

Es irreal. Cada vez me convenzo más. El mundo no existe. Ni siquiera yo existo. Da igual que piense. Mis ideas no sirven de nada. Mis actos tampoco. Cada vez me convenzo más de que todo es un sueño. A veces, con matiz de pesadilla; otras, de fantasía. El daño que algo te puede hacer es directamente proporcional a lo importante que sea ese "algo". Por eso, cuanto más quieres a alguien, más te duele. La solución a ese problema sería no querer a nadie, pero eso es imposible. Se puede ser un poco insensible, mantener una fuerte coraza que impida que te desmorones ante el resto del mundo, pero... pero lo que hay dentro siempre es diferente.

Y, ¿qué es en realidad lo que hay dentro? Apenas son vísceras viscosas. No, no me refiero a ese "dentro" material, sino al moral, al espiritual, al alma, como quieras llamarlo. Y, sinceramente, ni siquiera yo misma sé qué tengo ahí dentro. Hay un revoltijo, una masa amorfa. El dolor, los nervios y las lágrimas son los componentes esenciales de mi pequeña bomba atómica. No sé qué pensar. Y no quiero hacerlo. Pero no puedo evitarlo.

Me siento tan lejos de todo... y de todos, que ni siquiera me planteo la idea de compartir todo eso. Da igual. Todos tenemos rachas. Buenas y malas. Y hay que soportarlas, y seguir p'alante. Porque todo va a salir adelante, yo lo sé. Créeme.

lunes, 11 de abril de 2011

Muy, muy dulce.

Tenía la voz melosa y el pelo castaño. No sé si ambas características tienen mucho que ver, pero sus ojos color miel completaban la tríada que me hacía intuir que era muy, muy dulce. Sus curvas se difuminaban en los movimientos suaves al bailar cerca de mí. Y es que se me nublaban los sentidos, tan llenos de ella.

El pelo le olía a canela. Las manos eran delicadas como la porcelana y suaves como el algodón. Al besarlas, como algodón de azúcar, de color rosa. Su piel estaba ligeramente bronceada y un grupito de pecas jugaba alrededor de su nariz, como virutillas de chocolate. Cuando sus pestañas rozaban mis mejillas al acercarse, intencionadamente, no podía reprimir los escalofríos. Y su voz cálida susurrándome palabras lentas al oído. Muy, muy lentas. Me hacía enloquecer.

Y luego, sus labios. Probar sus labios fue confirmar su dulzura. No hay sabor creado por el hombre que se asemeje al de sus labios. Los probé una y otra vez. Acaricié el contorno el aquella azucarada diosa. Parecía mentira que una dama tan dulce pudiera susurrarme aquellas palabras tan saladas, que aumentaban mi sed de ella.

-¿Quieres pasar la noche conmigo? -preguntó.
-No sé, bonita, ten cerca el número de la ambulancia, puede que me dé una subida de azúcar. Eso sí, creo que nunca llegaré a empacharme de ti.

Me sonrió. Incluso su sonrisa parecía hecha de pequeños montoncitos ordenados de granitos blancos de azúcar. Muy, muy blancos.
Qué ganas tengo de comerte... y qué ganas tengo de hacer que se derrita toda tu dulzura.

domingo, 10 de abril de 2011

París bajo la lluvia.

Se supone que debo estar estudiando. Toca algo del siglo XIX, no sé exactamente qué. No importa. Estoy aquí escribiendo. ¿Por qué? En el libro aparecía la palabra París. Y, de repente, me ha venido a la cabeza una imagen...

Recuerdo cuando salimos de aquel restaurante de Montmartre. Llovía a cántaros. No sé de quién era el paraguas, pero seis personas nos resguardábamos de la lluvia bajo él. Me caían finos hilillos de agua del pelo empapado, pero nos reíamos como locos. No sé qué pasó entonces. Estuvimos esperando un buen rato. Patatín, patatán. Los típicos chulazos a la intemperie sin paraguas. Las típicas niñas monas chillando. Me gusta la lluvia. Me gustan las reacciones que manifiesta la gente ante la lluvia. Algunas parece que se van a morir si les cae una gotita. Otras... bueno, a otras no les importa coger una pulmonía.

Recuerdo que me quedé mirando a una pareja que pasó a nuestro lado. Hablaban en francés (obvio). Llevaban un paraguas de colorines. Él era un poco más alto que ella. Ella llevaba un chaquetón rojo. No sé si fue eso lo que me llamó la atención. Puede ser. Inventé su conversación. Quizás iban a una cena importante y habían ido caminando porque el lugar escogido les quedaba cerca de casa. Seguramente ella iría preocupada por su pelo. Diría algo como "Merde, ahora se me va a estropear el peinado". Imaginé entonces a su acompañante como un chico avispado, pillo. Quizás él le diría "J'adore tu pelo bufado". Me reí yo sola. Nadie se dió cuenta entre el griterío. Seguramente aquella pareja hablaba de cosas mucho más importantes. O no.

Sé que llegó el autobús y subimos. Me revolví el pelo y salpiqué alrededor. A veces, me gusta hacer eso. En plan perro, o gato. Cantamos. Cantamos a grito pelado alguna canción cambiándole la letra. La cantamos hasta que entramos en calor. Y seguimos cantando. Sé que, en algún momento, alguien planteó la idea de un almanaque, cuyas características no quiero recordar.

Y pasamos al lado de la torre Eiffel. Siempre tan espectacular. El cristal estaba empañado. Pasé la manga de mi camiseta para poder ver a través de él. Diminutas gotas lo acariciaban y se perdían, difuminando el contorno de los objetos más allá del autobús. Vi la silueta de la torre. Sonreí. París no fue una ciudad. París no fue un viaje. París no fue un hotel. París fue nosotros y aquel autobús.

París bajo la lluvia siempre fue mucho más bonito.

sábado, 9 de abril de 2011

Cicatrices.

Se acerca titubeante y dice un par de cosas que no llego a oír. Lo miro fijamente. De algún modo, sé que esconde una traviesa intención en su sonrisa. Observo cómo sus manos se deslizan hacia la cremallera del estuche mientras continúa hablando. Ahogo una protesta en mi garganta y permanezco en silencio. Abre el compartimento superior y echa un vistazo rápido, sin pedir permiso. Lo cierra de nuevo y forcejea con la cerradura del otro compartimento. Le ayudo a abrirla: "Aprieta hacia abajo", le digo. Lo consigue. Contengo la respiración mientras el ruido de las cremalleras al abrirse inunda mis oídos.

Levanta la parte superior y ve a mi pequeña, todavía cubierta por la pieza de terciopelo granate. Suelto todo el aire que he contenido. Descubre el instrumento con delicadeza, despacio, muy despacio. Tan, tan despacio, que me parece que pasan siglos mientras lo hace. Siento mi propio pulso en las muñecas, fortíssimo. Cuando la viola queda completamente visible, me siento cohibida. No puedo hablar. Como si una parte de mi alma hubiera quedado desnuda. Y siento la vibración del alma de mi pequeña dentro de su estuche, acariciada por unas manos desconocidas.

El alma de la viola es una pequeña barra cilíndrica de madera situada dentro de la caja de resonancia del instrumeto, en la parte cercana al puente, que sostiene ambas tapas de madera y evita que se chafen, dicho de modo coloquial. Sin el alma, el instrumento no podría sobrevivir.

Son apenas unos segundos. Siento cómo vibra ante el contacto desconocido y después me llama, confundida. Puede que sólo sea producto de mi imaginación.

-Qué bonita es -dice.

Sonrío. Pues claro que lo es. ¡A ver quién puede decir lo contrario!

Con rapidez, coloca de nuevo la pieza de terciopelo sobre mi pequeña, cierra las cremalleras y la cerradura. Me mira sonriente. No decimos nada más. No hace falta decir nada más. Ha vuelto a ver esa parte escondida de mi propia alma, sin pedir permiso. Y yo le he dejado, sin rechistar. ¿Por qué? Todavía no lo sé, pero confío. Porque, de vez en cuando, yo también veo partes escondidas de su alma entre sus miradas.

Cojo a mi pequeña y me alejo, no sin antes dedicarle una última mirada. Sabemos que la situación no volverá a repetirse hasta dentro de mucho tiempo. Quizás nunca.

Cuando llego a casa, me encierro en la habitación, pongo música lenta y abro el estuche. Me deshago del terciopelo y cojo el intrumento. Recorro cada una de sus curvas, cada una de sus cicatrices. Me gusta su olor a madera y metal mezclado. El olor a viejo y nuevo, a clásico y moderno, a pasado y presente. Al dejarla de nuevo en su lecho, veo un papelito caer. Lo recojo. Hay escritos una hora y un lugar, pero lo más importante es lo que pone detrás:

"Te he vuelto a ganar".

Sonrío. Eso ya lo veremos.

Preciosa...

jueves, 7 de abril de 2011

Y después todo es locura...

¿Cuál es el punto que diferencia lo real de lo imaginario? ¿Dónde está esa línea invisible que los separa?

Me siento como en una burbuja. Tengo un mundo perfecto al alcance de la mano. Apenas a unos milímetros. Sólo necesito cerrar los ojos para alcanzarlo. Y, a veces, ni siquiera eso. Pero los realistas se empeñan en echar por tierra mi pequeña construcción. En mi diminuto mundo perfecto me siento un Dios. Y lo soy. Yo lo he creado, con cada detalle en su correcta posición. Y te he invitado. Sólo a ti.

Da igual lo que todo el mundo diga. No importa lo que pueda pasar. Hoy nos pertenece. Y mañana está demasiado lejano como para pensarlo en este preciso instante. Entra. Coge mi mano y camina junto a mí. Voy a enseñarte cada rincón de ese mundo perfecto. Luego, no querrás irte. Si quieres, pasa la noche conmigo. No sé, podríamos jugar con el tiempo. ¿Quieres que no acabe nunca? Eso está hecho.

Quizás ahora mismo, imaginándote a mi lado en ese mundo perfecto, puede que me tiemble un poco el pulso. Me pongo nerviosa sólo de pensarlo. No sabría qué decir. Y por eso diría las cosas más absurdas, simplemente por hablar, para que no haya silencios incómodos que hagan a mis mejillas colorearse. Pero comprendería al poco tiempo que el silencio entre nosotros no es silencio. No hay silencio en nuestros gestos. No hay silencio en nuestras miradas. No hay silencio en nuestras sonrisas. Todo lo contrario, hay gritos de alegría, hay susurros de secretos, hay... un tú y un yo. Separados y juntos a la vez. A la vez juntos y separados.

Y entre esas sonrisas, ya no sé si sentirme como Mona Lisa. Porque a veces sonrío sin sonreír. Y otras veces no sonrío, sonriendo. Dejémoslo en esa media sonrisa de lado, un poco pilla, un poco inocente. No digo nada y lo digo todo, sólo con la mirada. Enarco las cejas en pregunta, o en exclamación. Ya no lo sé. Porque a veces sólo sé que no sé nada, y en eso mismo me contradigo, pues ya sé algo, por poco que pueda parecer.

Me consumo gustosamente en las llamas de la locura. Aunque no me queman. Funden el hielo de la razón y me conducen a la demencia en una limusina sin frenos. No hay nada que pueda hacer. Tampoco querría hacerlo. Me gusta este estado de la conciencia que confunde los sentidos y mezcla realidad y ficción. Me gustan nuestros silencios, y se lo grito al mundo entero, en silencio. Nadie me oye. Nadie me ve. Y a ti tampoco, si estás conmigo. Somos invisibles. Y en esta maravillosa condición, deja que te revele algo muy importante: puedes hacer lo que quieras.

¿Quieres quedarte conmigo aunque no sepamos en qué punto se diferencia lo real de lo imaginario? ¿Aunque no sepamos dónde está la línea que los separa? Mientras nada nos separe a nosotros, me parece bien.

Entonces, que dure mucho tiempo nuestro particular silencio. Y nuestras sonrisas. Más bonitas que nunca.


¿Y qué pasa después? Ahora todo es silencio y sonrisas, y después todo es locura... la locura de un recuerdo que se ocupa de cosas prohibidas.

martes, 5 de abril de 2011

No hay nada que pueda decir.

Sale del coche y cierra la puerta con un golpe. Camina despacio, sintiendo el aire que choca contra su cara y le borra el ceño fruncido. Un manto de nubes cubre el cielo y los colores parecen mucho más oscuros. La vida es gris. El viento mueve las hojas de los árboles con violencia. Se le revuelve el pelo, pero no levanta una mano para colocarlo. Es inútil, seguirá igual. Ve a un par de fumadores en la puerta. Los mira con detenimiento. Uno es un chico joven que se mantiene con el peso apoyado en una sola pierna, relajando la otra y disfrutando de su pitillo. El otro es un hombre mayor, casi anciano, que lleva puesta una bata y unas zapatillas y se apoya en el pie de suero, cuyos tubos se inyectan en la mano que sostiene temblorosamente el cigarrillo que aspira con ansiedad.

Se miran. No dicen nada. No hay nada que puedan decir. Ella sigue andando hasta la puerta. Sube en el ascensor hasta la tercera planta. Nadie interrumpe el viaje. Comienza a sentir claustrofobia en ese espacio tan reducido, pero la sensación se esfuma cuando se abren las puertas. Hay cuatro mujeres sentadas en las butacas de espera. Una llora desconsoladamente mientras la que está a su lado la abraza. Las dos restantes miran al suelo en silencio. Pasa por su lado como un suspiro e intenta recorrer el interminable pasillo todo lo rápido que sus piernas le permiten.

Su corazón se acelera. Boom-boom, boom-boom. Le sudan las manos. Boom-boom, boom-boom. Dos médicos se cruzan en su camino. Boom-boom, boom-boom. Oye a las enfermeras lidiar con el paciente de la trecientos doce. Boom-boom, boom-boom. Un hombre con gabardina sale de una habitación a su derecha y casi se da de bruces con ella. Boom-boom, boom-boom. Susurra un leve "perdón" que no responde. Boom-boom, boom-boom. No queda mucho. Boom-boom, boom-boom. Ya está llegando. Boom-boom, boom-boom. Para frente a la puerta. Boom-boom, boom-boom. La abre.

Boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom.

El medio minuto que tarda en recorrer el espacio de entrada de la habitación se hace infinito.

Boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom, boom-boom.

Hay un cuerpo tendido en la camilla, cubierto con una sábana blanca hasta la cintura. Hay tres personas más en la habitación. Se acerca a la camilla. El ambiente está cargado. Se sienta al lado del enfermo. Éste gira la cabeza con esfuerzo y los ojos se le iluminan al verla. Ella coge su mano y la acaricia. Está áspera, como siempre, pero más débil que nunca. No dicen nada. No hay nada que puedan decir. Los demás salen de la habitación. Ellos no se inmutan. Se miran en silencio. A él le tiemblan los labios. Ella le dedica una media sonrisa, natural, como las de siempre.

Les cuesta respirar, aunque intentan que no se note. Ella quiere romper el silencio, gritarle que se levante, que todo esto no es más que un sueño, que no se va a ir. Él quiere aguantar un minuto más mirando sus ojos color canela, y otro más, y otro...

Ninguno sabe cuánto tiempo llevan observándose en silencio. Pero, el tiempo siempre se agota. Lo notan antes de lo que ellos quisieran. Él le sonríe y se apaga lentamente. Ella le aprieta la mano. Se traga las lágrimas y el nudo de su garganta. Llama a la enfermera y sale de la habitación.

Ya fuera, se une a la pareja de fumadores que todavía están allí. Quizás no ha pasado tanto tiempo. O quizás ha pasado demasiado. No dicen nada. No hay nada que puedan decir. Se miran en silencio, inhalando y expulsando el adictivo humo de sus cigarrillos. El aire sigue azotando los árboles. Las nubes siguen cubriendo el cielo. Pero, la vida es hoy un poco más gris, porque él ya no está.


No digo nada. No hay nada que pueda decir.

domingo, 3 de abril de 2011

Me gusta.

Me gusta ir a locales donde la mezcla del humo de tabaco, el alcohol y el sudor sean la excusa suficiente para hacerle salir conmigo a tomar el aire. Una excusa muy buena para perdernos en callejones oscuros, poco transitados y besarnos como nos gusta, pegados a la pared, agotando el tiempo y luchando contra el aire que nos separa.

Pero también me gusta quedarme sentada a su lado en un parque solitario, simplemente escuchando su respiración y viendo cómo la brisa juega con las hojas de los árboles. Notar cómo mi mano va ganando temperatura entrelazada con la suya. Y acariciarle lentamente, hasta hacerle cosquillas y saber que está conteniendo la risa, sin mucho éxito.

Me gustan sus ojos, cuando sonríen. Me gusta su pelo, cuando le beso y pierdo mi mano en él. Me gusta su nariz, y la suave calidez que desprende. Me gustan sus labios, cuando los dibujo con mi mano o cuando están a milímetros de los míos. Me gusta que me abrace muy fuerte, muy fuerte, hasta quedarme sin respiración. Me gusta que me levante por la cintura, y enfadarme tontamente con él.

Y me gusta quedarme con él hasta que la oscuridad nos cubre. Tenerle en frente, de pie, y observar cada detalle de su rostro en la penumbra. Mirarle, mirarle una y otra vez. Y decirle, en un susurro inaudible, que es lo mejor que me ha pasado en la vida. Ponerme roja aunque él no lo vea. Y besarle lentamente mientras los latidos de nuestros corazones se acompasan.

Luego tú me dices que me amas y yo... yo soy incapaz de reaccionar. Explícame cómo consigues desarmarme así de fácil. No es justo. Pero, no voy a decir que no me gusta...

y si llueve, aún mejor.

sábado, 2 de abril de 2011

Todavía no.

Esperaré a que apaguen las luces para abandonar el escenario y deslizarme hasta tu lado. La orquesta comenzará a tocar, pero no me encontrarás entre la cuerda. Cuando acabe la primera pieza y tus ojos estén cansados de recorrer una a una las filas de músicos, te susurraré al oído, muy bajito "Estoy aquí, tonto". Me mirarás sorprendido, pero taparé tus labios antes de que exclames cualquier cosa, y sonreirás.

Comenzará la segunda pieza. Será una complicada, con muchos movimientos. Te explicaré cada uno de ellos. El preludio es la presentación, la allemande es un pequeño baile... Y te cogeré las manos cuando vayas a aplaudir al terminar cada movimiento. "Todavía no, todavía no". Y, cuando termine, con la última nota gloriosa al unísono de toda la orquesta, entonces y sólo entonces, dejaré tus manos libres y te animaré a aplaudir.

He dejado un sitio libre, situado más o menos en el centro de la orquesta. La persona que está sentada en ese lugar no soy yo. Yo estoy pasando el concierto a tu lado, con cada una de tus reacciones, de tus pensamientos. Sé que la tercera pieza no te ha gustado, pero también sé que la cuarta te va a encantar. Te miro cada poco y veo una sonrisa enorme dibujada en tus labios. Y no puedo más que sonreír yo también, como una idiota feliz.

La quinta y última pieza hace que tu corazón dé un vuelco. Te suena mucho, muchísimo. Te explico la banda sonora a la que pertenece. Tus pies se liberan de tu mente y bailan solos, chocando entrecortadamente contra el suelo. No llevas el ritmo bien, pero es gracioso verte así, como un crío pequeño, disfrutando.

La melodía terminará en un sinfín de acordes que te aturdirán y elevarán tus sentidos a la máxima concentración posible, a la máxima satisfacción, sobre todo el del oído. Entonces, desapareceré de tu lado, como si no hubiera estado allí ni un minuto del concierto, y volveré a mi posición dentro de la orquesta. Cuando termine de tocar esa última nota final, te miraré. Te levantarás. Aplaudirás. Sonreirás.

Y saldré corriendo del escenario para abrazarte, porque habré pasado un concierto junto a ti, aunque tú no lo hayas notado.