martes, 30 de agosto de 2011

I promise.

-Te lo prometo.
-No quiero tus promesas. Simplemente hazlo.

No he podido evitarlo, se me ha roto la voz en la primera frase. En ese momento siento cómo tu mirada se clava en mi rostro. Evito tus ojos. Te quedas en silencio, y luego haces como si no hubieras notado nada. Sigues hablando, las horas pasan, todo vuelve a ser cálido.

¿Sabes? Me encantaría explicarte por qué no creo en las promesas. Me encantaría poder darte un argumento sólido, un tanto por ciento razonable, pero no los tengo. Me baso en la experiencia con una de las casi siete mil millones de personas que habitan el mundo. Quizás es algo muy pobre, pero nunca me moví en altas esferas y, oye, tampoco conozco a esas siete mil millones de personas.

La verdad es que no recuerdo muchas cosas. Sólo puedo hablarte de episodios inconexos. Aquella noche. Su mirada, sus malditos ojos negros. El insomnio. La primera vez que me llamó princesa. Recuerdo cuando le prometí que lucharía, que sería fuerte. Y también cuando fallé, cuando no pude más. Recuerdo cuando dijo que daría todo por mí, excepto X. Aquella canción de Sum 41 que decía I don't want this moment to ever end. Aquella otra de Secondhand Serenade que todavía suena en algún lugar remoto. Sus manos. Sus abrazos. Y recuerdo cómo le partí el corazón, de rabia, porque el mío se había suicidado.

Recuerdo aquel fallido intento de retomar algo. Y aquella última conversación.


Me había prometido tantas cosas. Prometió mil veces que, pasara lo que pasase, estaría ahí siempre. Y la rompió, ya no está. Rompimos tantas promesas, en tan poco tiempo. ¿Sabes? Me acojono al pensar que quizás mi mayor sueño sea al mismo tiempo una prueba. Porque también prometió que sería el primero de la fila cuando llegara la hora de las firmas. A veces, temo cumplir ese sueño, por si no aparece y rompe la última; o por si lo hace y, entonces, me rompo yo.

A veces, sólo muy de vez en cuando, como hoy, le echo de menos. Pero hace mucho que nos dijimos adiós. Entonces recuerdo esa frase:

Never say goodbye, because saying goodbye means going away. And going away means forgetting...


Y pienso que si nos dijimos adiós y cada uno se fue por su camino, ya no debería acordarme. Ojalá él no me recuerde. Ojalá me atreviera a contarte todo esto. Ojalá no hicieras preguntas. Ojalá, simplemente, no prometas nada nunca más.




miércoles, 10 de agosto de 2011

She isn't real.

Antes de que pudiera alcanzar la puerta y alejarse para siempre, él se interpuso en su camino.

-Dame un minuto más.

-¿Un minuto? No me harás cambiar de opinión en ese tiempo.

-Pero, ¿tú sabes todo lo que puedo hacer yo en un minuto?

Se apiadó de sus ojos suplicantes, de su pelo castaño revuelto, de sus labios temblorosos. Alzó la muñeca izquierda y miró el reloj.

-No sé qué pretendes, pero tienes un minuto a partir de... ya.

Él le cogió las manos. Estaban heladas. Casi pudo notar el escalofrío que había recorrido su espina dorsal. Se perdió durante dos segundos en sus ojos color canela. Cogió todo el aire que pudo.

-En un minuto puedo hacer que tu día cambie radicalmente. En un minuto puedo hacer que te sonrojes, que sonrías, que tiembles. En un minuto puedo memorizar tu imagen para mis sueños. En un minuto puedo curar mi corazón destrozado si te veo. En un minuto puedo dedicarte el estribillo de tu canción favorita. En un minuto puedo recitarte aquel poema de Neruda entero, cosa que nunca hice en persona. En un minuto puedo llevarte a un mundo paralelo, hacerte volar, invitarte a soñar. Durante un minuto puedo apresarte entre mis brazos para que tu aroma se adhiera a mi ropa. En un minuto puedo inventar el cuento con el que te quedarás dormida esta noche. Cada minuto puedo amarte un poco más que el anterior, pero menos que el siguiente. En un minuto puedo besarte millones de veces, o una sola...

Se acercó a su boca y la besó. Cerraron los ojos. Ella dejó que sus labios se abrieran y que su sabor los impregnara.

-Eres todo para mí. El sueño no correspondido, quizás. La canción que nadie canta, tan única y hermosa. Eres como un mito en el que tengo que creer, y lo único que me hace falta para hacerlo real es una razón más, en este minuto. Eres inalcanzable, y ahora que te tengo aquí, ahora que estamos juntos... quédate conmigo. Haría cualquier cosa por tenerte sólo para mí... Quédate conmigo, por favor, quédate conmigo.

Después de la erupción del volcán, el silencio enfrió la lava que envolvía sus corazones hasta convertirla en una consistente capa de hielo. Ella dejó que la rodeara con sus brazos una vez más, apoyó la cabeza contra su pecho y suspiró. Antes de darse cuenta, sus labios ya se fundían con los de él. Atrapó su cara entre las manos y lo miró a los ojos.

-Lo siento -susurró.

Él se apartó de la puerta y la dejó marchar. Mientras se alejaba pudo oír cómo el corazón de él estallaba en seiscientos ochenta y tres diminutos pedazos. Un ruido parecido al de la demolición de un edificio. Su propio corazón tembló hasta que estuvo dentro del coche; entonces, sintió cómo algo atravesaba su pecho, y segundos después explotó. Retuvo las lágrimas en los ojos, evitó que rodaran por sus mejillas, mantuvo su orgullo intacto. Arrancó el coche y se alejó de allí. Él podría reconstruir su corazón a partir de los escombros, pero del suyo no había quedado más que una desierta zona cero. Apoyado contra la pared, a punto de caer, él la vio alejarse.

-Tu reloj no tiene segundero -fue lo único que alcanzó a decir-. Tu maldito reloj no tiene segundero...

Ésta es una gran canción...

martes, 9 de agosto de 2011

Una historia de miedo.


El pequeño rubito cogió una silla y se sentó frente a su abuelo, que descansaba en el sillón verde de la terraza. Los suaves rayos del sol acariciaban su arrugada piel llena de manchas. El poco pelo que le quedaba en la cabeza era blanco como las paredes de su habitación. Tenía la nariz grande, los ojos verdes, la sonrisa torcida. Y la parte izquierda de su cuerpo paralizada por un ACV que había sufrido hacía más de seis años.

Su nieto ya lo había conocido así, y se divertía ayudándole a abrir la mano hinchada. El abuelo tenía millones de historias y cicatrices de guerra. Había viajado a las Américas, había sido cantante, atleta y poeta, había probado todo lo que la vida le había ofrecido. Y ahora era, como él decía, un maldito tullido.

El niño lo miró con los ojos brillantes, deseosos de saber.

-Abuelo, cuéntame una historia de miedo.

-¿Una historia de miedo? Mmm… creo que no recuerdo ninguna.

-Por favor, por favor –le suplicó, con voz de zalamero.

-Ah, sí, tengo una, mira:
Érase una vez, en el cementerio de Mugardos,
un sepulturero de tétrica mirada y mano despiadada
que los cráneos de los muertos machacaba.

El pequeño sonrió y lo miró divertido.

-¡Eso no es una historia de miedo! Yo tengo una mejor, mira: Érase una vez un cementerio donde había un guardia. Cuando el guardia se iba por las noches aparecían unos ladrones que se subían unos encima de otros y… y entraban en el cementerio. Y… y… Abuelo, ¿jugamos a las damas?

El abuelo le acarició el pelo y asintió.

-De acuerdo, de acuerdo, pero sabes que en menos de tres minutos haré una dama. Y ni se te ocurra hacerme trampas, que te doy un piñoco, ¿eh?


Más tarde, cuando el niño ya dormía como un angelito y el silencio reinaba en la casa, el abuelo habría de pensar en lo que había ocurrido aquella mañana. ¿Una historia de miedo? La única historia que realmente da miedo es la propia vida. Todo lo que te da, y todo lo que te quita, sin avisar.

lunes, 8 de agosto de 2011

Dejarse llevar suena demasiado bien.



Las piedras de la calzada se le clavan en los pies, a través de la suela de los tacones. Se agarra a la pared intentando no caer. Llega al portal. Busca en el bolso, revuelve todos los objetos inútiles que lo ocupan. No encuentra las llaves. La lluvia ha mojado su pelo y se ha confundido con las lágrimas, ocultándolas. Toma un segundo para respirar. Todo le da vueltas. Da con las llaves. Tres llaves. Las acerca a los ojos y elige una. La mete en la cerradura. No es esa. Elige otra y repite la operación. El pestillo cede. Entra y se tropieza. Se agarra al pasamanos y sube despacio las diecisiete escaleras hasta su piso. En la puerta de casa se repite la escena del portal, pero esta vez da con la llave correcta al primer intento. Entra y cierra. Se apoya contra la puerta y se quita los zapatos. Deja que los pies le resbalen hasta quedar sentada. Y entonces, las lágrimas vuelven en tropel, no la dejan respirar.

Se arrastra hacia el dormitorio. Las llaves y el bolso han quedado olvidados en el suelo. Se deja caer en el colchón y permite que las lágrimas bañen la almohada. Debería salir de allí, huir de aquella ciudad. Pero aunque reuniera el valor suficiente para marcharse, no soportaría el miedo a llegar. Se quedaría en el viaje, atrapada para siempre en el asiento mullido del avión, mirando por la ventanilla ovalada hacia el infinito de las nubes. ¿Cómo saber dónde vas a acabar si ni siquiera sabes por dónde empezar?

Los ojos se le empequeñecen en las lagunas de sus ojos. Sí, quizás debería irse, dejar atrás el aburrido trabajo mal pagado y las noches en bares de mala muerte. Quizás debería cambiar de cerveza, a la negra, para no acordarse más de su pelo. Pero igual cambia de guatemala a guatepeor, y no es plan. Mejor dejarlo estar, seguir con la rutina. Quizás tampoco vive tan mal. Quizás todo mejore poco a poco. Quizás...

Se le cierran los párpados entre el sí y el no. Positivo es su grupo sanguíneo. Algo irónico dada su negativa forma de pensar. No se ha quitado la ropa, pero, ¿qué más da?, nadie la va a acompañar esta noche. Y sueña con despertar en otro tiempo, en otra ciudad, en otra vida. ¿Dónde está la frontera entre ficción y realidad? ¿Quién dijo que soñar era gratis? Porque a ella le cobran en especias cada sueño, con dolor de corazón.

Dejarse llevar suena demasiado bien. Echar a suertes el siguiente paso. No se puede jugar al azar con la vida, es muy sabia, y demasiado puta. Así que ella seguirá recordando al amor que nunca existió, incapaz de moverse por si aparece en su busca. Y se consumirá como el cigarrillo en sus labios aquel amanecer en el que, después de hacerle mil promesas seguidas de mil amores, se marchó.