martes, 25 de diciembre de 2012

Para mi yo dentro de unos años.



Y si la canción lleva tu nombre, ¿cómo no acordarme de ti?, ¿cómo no romperme?, ¿cómo sobrevivir a estas malditas ganas de plantarme tus pulmones y dolerte hasta al respirar?

Qué pena que no te llames Julia, es un nombre muy bonito.

Feliz no cumpleaños.

sábado, 15 de diciembre de 2012

¿Tiemblas, mi amor?

Ante la imposibilidad de seguir escribiéndote en la memoria cada verso, fui derribando las murallas del pánico y llené el suelo de tinta. Dibujé tu silueta en las paredes. Moldeé tu universo en el techo para que no tuvieras que ausentarte nunca más. Y aún así, desapareciste en la bruma como el sueño de dos amantes en la madrugada.

Ayer tendí mis poemas a la noche. Cuando fui a recogerlos, la lluvia se había llevado la mitad y me había dejado cuatro desolados papeles llenos de lágrimas. Los recogí con el alma encogida y los dejé en el cajón de tus secretos. No hay un sólo día en el que no piense en la sombra de tus labios recitándome poesías de aire a susurros.

Todavía noto tu mirada en mi cuello, tu beso en mi pelo, tus manos en mis manos. Y yo, tímida, humana y débil, huyo y me escondo de las casualidades. Para no leerte cuando sólo quiero verte. Para no verte cuando sólo quiero oírte. Para no oírte cuando sólo quiero sentirte. Para no sentirte cuando sólo quiero soñarte.

Y, ante las pesadillas, mejor el insomnio de tu recuerdo.

martes, 11 de diciembre de 2012

Insomnio

Tú y tu desnudo sueño. No lo sabes.
Duermes. No. No lo sabes. Yo en desvelo,
y tú, inocente, duermes bajo el cielo.
Tú por tu sueño y por el mar las naves.

En cárceles de espacio, aéreas llaves,
te me encierran, incluyen, roban. Hielo,
cristal de aire en mil hojas. No. No hay vuelo
que alce hasta ti alas de mis aves.

Saber que duermes tú, cierta, segura
-cauce fiel de abandono, línea pura-,
tan cerca de mis brazos maniatados.

Qué pavorosa esclavitud de isleño,
yo, insomne, loco, en los acantilados,
las naves por el mar, tú por tu sueño.

Gerardo Diego.

sábado, 1 de diciembre de 2012

No te me desaparezcas otra vez.

Se ha quedado dormida en el sofá, acurrucada bajo la manta de cuadros, con la gata en el regazo. Están dando algún programa estúpido en la televisión. La apago y me acerco a Ella. Separo un mechón de su rostro y acaricio sus mejillas. Se remueve y abre un ojo lentamente. "¿Qué hora es?", me pregunta a media voz. "Muy tarde", le respondo. "Mañana no habrá quién me levante", se queja. Acaricio a la gata y la echo suavemente. Se estira, baja del sofá con un soplido y desaparece por el pasillo hacia la cocina. "En realidad, le caes bien", dice Ella, "es sólo que debe guardar la compostura y esas cosas de gatos". Sonrío. "Vete a la cama, anda, estás delirando".

Ella asiente y se estira con cuidado. Le crujen las rodillas y los codos, como siempre. "Un día te me vas a romper", le digo antes de entrar al cuarto de baño. Oigo cómo se levanta y camina despacio, arrastrando los pies, hasta la habitación. Termino de lavarme los dientes y me asomo a su puerta. Está envuelta en la manta, mirando algunas fotos de la estantería. "Quédate esta noche", susurra, "hace frío". Me acerco y la abrazo suavemente por la espalda. "¿Cuántos libros me quedan por leer?", me pregunta. "Has leído todos los que hay en la habitación, alguno incluso varias veces", le respondo. "Ya". Silencio. Me aterran sus silencios. "Me falta uno, hay un hueco allí, ¿ves? ¿Se lo he dejado a alguien? ¿O lo he perdido?", me mira con ojos asustados. Le pongo con cuidado el pelo tras la oreja mientras le digo "No, tranquila, es el que está en la mesilla, míralo, lo cogí yo el otro día". Su mirada se relaja. Doblo la manta mientras ella se mete en la cama.

Titubeo un segundo antes de marcharme. Y Ella me mira, anhelante y temblorosa. Al final me decido y me deslizo entre las sábanas junto a Ella, con miedo a tocarla. Su respiración martillea en mis oídos. Intento pararla cuando se acerca y me besa, desnudándose. Pero sus ojos interrogantes me petrifican. Acaricio su piel con la punta de los dedos mientras se deshace de mi ropa. Nos reconocemos despacio, palmo a palmo. Luego, apoya su cabeza en mi hombro y entrelaza su diminuta mano en la mía.

"No tengo tiempo, ni fuerzas, para enamorarme", su voz corta el aire, tal y como aquella noche. Noto la aceleración en el pecho. Respiro hondo. "Yo tengo todo el tiempo del mundo, y todas las fuerzas que nos hacen falta", respondo, tal y como aquella noche. Fuera comienza a llover. Sé que sonríe, tal y como lo hizo aquella noche. Nos quedamos así, callados, escuchando el repiqueteo de las gotas en el cristal. "Hazme el amor", suspira, justo antes de quedarse dormida. Y se me parte el alma.

Una lágrima de rabia pugna por escapar, pero no lo consiento. Sé que Ella no recuerda que dijo esas mismas palabras o que ya no podemos hacernos el amor como antes. Y también que muchas veces se mira en el espejo y no se reconoce en la imagen arrugada que éste le devuelve. Mañana tendré que levantarme antes de que despierte para que no la asuste un hombre desnudo en su cama, y tendré que rehacer el hilo de su memoria una y otra vez. Pero todo eso da igual en este momento, en su párpados serenos, en la curva de su espalda.


sábado, 10 de noviembre de 2012

No soporto tenerte cerca, y tenerte que imaginar.

Espero echado sobre la cama mientras un libro se me enfría en las manos. Es una historia buenísima, lo juro, pero hoy no tengo el día. Intento concentrarme en las páginas amarillentas, en ese agradable olor a viejo. Consigo avanzar unos párrafos. No puedo. Cierro los ojos y dejo que el libro, todavía abierto, caiga sobre mi pecho. El chirrido de la puerta rompe el silencio. Oigo cómo entra, cómo cierra el paraguas, cómo da dos vueltas a la llave. Y luego, sus diminutos y suaves pasos.

-Hola, mi amor -saluda-. ¡Qué frío! -y casi puedo ver cómo se frota las manos, intentando hacerlas entrar en calor.
-Hola -le respondo despacio, casi en un susurro. Y sonrío.

De nuevo sus pisadas de gorrión se dibujan en mis sentidos. Tic, tic, tic, tic. El sonido de la cerilla contra el cartón. Chasff. Y la puerta del baño se cierra. Continúo con los ojos cerrados y llega hasta mí el olor del incienso. Lavanda, creo. El olfato nunca fue mi punto fuerte. Ahogo un bostezo y me froto los párpados. Ella camina descalza hasta la habitación. Escucho atentamente cómo se desabrocha uno a uno los botones de la camisa, cómo se desliza la tela por sus brazos. La cremallera de su falda es demasiado estridente en el silencio absoluto de nuestras respiraciones. Noto cómo el colchón se desnivela cuando se sienta. Las medias se vuelven eléctricas al contacto con su piel mientras las desenrolla.

Se levanta. Clac. Los párpados se me oscurecen. Alargo el brazo y palpo hasta dar con el interruptor de la lámpara de la mesilla. Clac. Algo de claridad otra vez. Sé que sonríe. Se tumba en el colchón a mi lado. Noto su respiración en mi rostro en ese magnífico segundo justo antes del beso. Dejo que sus labios abran los míos en el roce. Y, cuando ella comienza a alejarse, coloco mi mano en su nuca y nos fundimos de nuevo.

Abro los ojos y nos sonreímos como idiotas. Me gusta su rostro recién desmaquillado, ese brillo especial en la mirada, sus pómulos sonrosados. Me envuelve el olor de su piel al final del día, natural, dulce, sin rastro alguno de colonias. Recorro su espalda con los dedos, titubeante, mientras me cuenta con un hilo de voz lo mal que le ha ido en el trabajo. Noto en sus hombros lo cansada que está. La beso, la beso una y mil veces. Terminamos de desnudarnos entre cada beso y nos hacemos el amor despacio, como mejor sabemos.

Se duerme acurrucada sobre mi pecho, con una mano entrelazada en la mía. Nuestros corazones laten a tan poca distancia que parecen a punto de acoplarse en un pitido infinito. Apago la luz con cuidado y beso su pelo. "Hasta mañana, mi amor", le susurro. Y de repente me pregunto con horror dónde habrá acabado el libro que tenía en las manos y, ¡mierda!, he perdido la página.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Ojos de océano.

El miedo a la página en blanco. Me quito el reloj. Cómo me invade. Me separo el pelo de la cara. Me hace diminuta, invisible. Suspiro. Me quema las manos heladas. Me da vueltas en las noches de insomnio. Me corrige la postura al andar. Sé que en algún momento desaparecerá. Mientras, debo empezar la historia así.

El otro día hablaron de las experiencias místicas en clase. Marta, desde la última fila, estaba embobada. Sólo podía pensar en la noche anterior. Recordó la búsqueda, el deseo. Las cervezas de más y aquellas sustancias tan peligrosas. Sus ojos de océano. Ella no fue consciente de su sonrisa, ni de sus manos en la cintura, hasta mucho después. Estaba clavada en su mirada. Antes de darse cuenta, el bar cerraba y la puerta de un piso se abría. Que si "qué bonito", que si "ojalá pudiera yo vivir en un sitio así". Que si me desabrocho la camisa, que si me quito los zapatos. Marta no sabía ni cómo se llamaba el chico que la recorría con manos impacientes. ¿Qué más daba? Se dejó llevar y desnudó aquella tormenta insaciable. El compás alterado, a contratiempo. La habitación desapareció a su alrededor. Todo eran piel y labios. Piel y labios, y su calor. El vaho le hizo cerrar los ojos durante unos segundos. Y, de repente, sintió cómo se fundían sus cuerpos, cómo tocaba el cielo con la punta de los dedos, cómo todo, piel y labios y calor, se convertían en electricidad.

Y el vacío.

Aquellos ojos de océano la miraban desde el más profundo éxtasis. Y ella se sintió morir. Se cubrió de vergüenza y de miedo. Esperó a que se durmiera, se levantó descalza y corrió hacia cualquier otra parte. Tembló bajo la lluvia hasta su solitaria habitación y se echó sobre la cama. Tembló toda la noche, sin saber explicar porqué.

Desde su oído izquierdo le llegó el comentario de su compañera:
-¡Qué místicos ni qué hostias! Esos lo que tenían eran orgasmos mal curados.

Y a Marta se le heló la sangre, se mordió el labio y estalló en una sonora carcajada. Habría que llamar a los ojos de océano e invitarlos a otra cerveza para poder curar aquella enfermedad tan misteriosa.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Pf.

El tres de Noviembre se escurre siempre entre suspiros, ridículamente rodeado por tu fugaz recuerdo. Qué frágil puede llegar a ser una sonrisa. Y cuánto pueden decir tus miradas. Hace un año me estaba preparando para recitar(te) un par de poemas que no fui capaz de terminar. Supongo que ya serán parte del vertedero de los poetas frustrados. Hay cosas que se aceptan sin rechistar.

Dibujar(te) con palabras se ha convertido en una tortura. Y cada vez me muero un poquito más. Ahora sólo me apetece leer(te) en los libros de otros. Dormirme con (tus) páginas en mi regazo. Soñar(te).

lunes, 29 de octubre de 2012

Me parece igual a los dioses.

Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a mí
el corazón del pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz.

Safo de Lesbos, la décima Musa.

lunes, 8 de octubre de 2012

Tus manos de luz.

A veces me arranco el alma de cuajo y la encierro en la jaula a pensar, como un niño pequeño. "¿Se hace eso?", le pregunto, "¿se hace eso?", y subo el tono. Luego me doy la vuelta y la dejo a oscuras, sin saber qué es exactamente lo que ha hecho mal.

Salgo a la calle sin ella y la luz del sol me quema el vacío que llevo dentro. Y me acuerdo de ese "Todo lo llenas tú, todo lo llenas" de Neruda. También me gustaría que me oyeras como quiero que me oigas, y no desde esta boca agrietada, desde estos labios que ya sólo saben a sangre.

Grito de impotencia, pero no grito. La vergüenza, qué gran compañera de viaje. Toda la vida escondiéndome, intentando pasar desapercibida, observándote desde las sombras. A ti y a tu sonrisa, y a tus manos de luz. Toda la vida en un parpadeo de tus ojos infinitos.

Cuando vuelvo, el alma llora desconsolada y me pide perdón a ciegas. Ya ni recuerdo porqué la he encerrado esta vez. Será hora de sacarla, de volver a sentir, de pisotearnos los impulsos. Quizás algún día sea ella la que me encierre a pensar. Y entonces, apaga y vámonos.

viernes, 28 de septiembre de 2012

No tears allowed.

Julia sale de casa con el instrumento a cuestas y la mirada perdida. Pasea en vez de coger el bus. Se muerde el labio cuando piensa. Sonríe cuando ve a los músicos callejeros tocando frente a la catedral. Y mira de nuevo la escena justo un segundo antes de doblar una esquina, para quedarse con una imagen fugaz del momento. La vida de Julia se compone de recuerdos fugaces.

Julia es de esas chiquillas que se quitan los pendientes antes de hacer el amor. Y los deja en la mesilla, con su inocencia y su pila de libros a medio leer. Los labios se le vuelven ariscos y la piel de fuego. No hay más infierno que el del temblor de sus piernas. Porque atrapa. Y ya no hay lugar seguro al que huir.

Julia tiene prohibidas ciertas cosas. Y se las recuerda constantemente en sus carpetas, en las paredes de su habitación, en sus mensajes. Recuerdo el susto al descubrir aquel pequeño tatuaje en su muñeca: No tears allowed. Y Julia cumple sus reglas. No cree, no llora, no miente. No ama.


Julia es de esas chiquillas que te clavan la mirada una vez y para toda la vida. Y lo sé de buena tinta. Lo sé porque caí una vez en aquel terremoto de su cuerpo menudo, y no he podido salir de aquel laberinto. Cada noche la persigo en sueños por si ella se vuelve atrás un segundo que me encuentre sentado en el portal, con las rosas marchitas y su olor a lluvia en las entrañas.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Sed de ti me acosa en las noches hambrientas.

Sed de ti me acosa en las noches hambrientas.
Trémula mano roja que hasta tu vida se alza.
Ebria de sed, loca sed, sed de selva en sequía.
Sed de metal ardiendo, sed de raíces ávidas.
Hacia dónde, en las tardes que no vayan tus ojos
en viaje hacia mis ojos, esperándote entonces.
Estás llena de todas las sombras que me acechan.
Me sigues como siguen los astros a la noche.
Mi madre me dio lleno de preguntas agudas.
Tú las contestas todas. Eres llena de voces.
Ancla blanca que cae sobre el mar que cruzamos.
Surco para la turbia semilla de mi nombre.
Que haya una tierra mía que no cubra tu huella.
Sin tus ojos viajeros, en la noche, hacia dónde.

Por eso eres la sed y lo que ha de saciarla.
Cómo poder no amarte si he de amarte por eso.
Si esa es la amarra cómo poder cortarla, cómo.
Cómo si hasta mis huesos tienen sed de tus huesos.
Sed de ti, sed de ti, guirnalda atroz y dulce.
Sed de ti que en las noches me muerde como un perro.
Los ojos tienen sed, para qué están tus ojos.

La boca tiene sed, para qué están tus besos.
El alma está incendiada de estas brasas que te aman.
El cuerpo incendio vivo que ha de quemar tu cuerpo.
De sed. Sed infinita. Sed que busca tu sed.
Y en ella se aniquila como el agua en el fuego.


Pablo Neruda.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Quédate con las ganas.

Huye, a veces es lo más sensato, y lo más sencillo.
O quédate. Arriésgate a besar otros labios. Desnúdate en camas ajenas. Deja los sentimientos en sus mesillas. Olvídate de lo que eres más allá de su piel.

Y no te atrevas a responder a preguntas absurdas como ¿todavía crees en el amor?

Qué estupidez.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Tantas otras vidas.

Aquella chiquilla iba a desgarrarme el alma con sus mordaces miradas. Llevaba uno de esos vestidos blancos de paloma indefensa con la falda suelta sobre las rodillas. La melena rebelde le caía sobre los hombros con un dulzura que sólo consigue el calor del invierno. Y sus ojos estaban perfilados con la agonía del querer y no poder, de los amores contrariados, de las noches sin luna.

Me acerqué a Luis mientras daba una última calada al cigarrillo antes de apagarlo a medias. Me senté a su lado mientras tocaba, con la copa de whisky vacía todavía en la mano izquierda. Desde allí, ebrio de música y de alcohol, ella parecía aún más salvaje. Me quedé observando sus curvas de pantera, sus labios de amapola, y supe que había algo de prohibido en la respiración de su pecho.

Luis me despertó de la embriaguez con una palmada en la espalda que me sacudió hasta el último poro de la piel curtida. "Pues sí que le lleva loco la bailarina, maestro", me espetó. Lo miré intentando disimular el pánico, pero aquel hombre me había visto cada noche de miércoles sentado en la barra y había sido testigo de mis mejores y mis peores batallas. Luis me conocía demasiado. "Parece mentira, con la de chamaquitas lindas que se acercan por acá y tuvo que fijarse en esa", continuó con su voz de violonchelo desafinado.

Volví los ojos hacia el rayo que se deslizaba entre el gentío, tan destructor y bello a un tiempo. Apenas logré escuchar a Luis decirme que tocaría la siguiente para nosotros cuando alguien me empujó hacia la muerte. Todo quedó en silencio durante el segundo eterno de su mirada de azabache posada en mi rostro. Luego, el bandoneón de Luis martilleó las primeras notas de un tango en nuestros oídos. No sé de qué recóndito lugar salió en tropel el valor para cogerla de la sonrisa, con las manos en su cintura, y hacerla girar.

Su cuerpo de plumas se amoldaba a mi figura con una facilidad asombrosa; y cualquier choque de piernas, cualquier caricia en la espalda, cualquier roce de más me hacía temblar desde las entrañas. Olía a orquídeas sin cortar, a la vida que se escondía entre sus cabellos. Y cada nota acentuaba un poco el deseo silencioso de nuestro aliento.

Creí que moriría en aquel bar, en medio del círculo que todos los clientes habían hecho a nuestro alrededor, sobre el suelo de madera en el que tantas mujeres habían taconeado, con la bailarina entre mis brazos suplicando un tango más. Sin embargo, continuamos embelesados hasta que Luis decidió poner fin a la composición más larga de toda su vida, aquella que jamás podría recordar. Y, en la última nota, la chiquilla se dejó caer en mis brazos como en un acantilado y terminó a unos centímetros del suelo, con sus dilatadas pupilas clavadas en mí y los labios entreabiertos, seductora como pocas.

La alcé dejando el mínimo espacio entre nuestros rostros, y la vi marchar aprisa cuando todo el mundo se abalanzó de nuevo sobre la pista. "¡No sea tonto y sígala, maestro!", me gritó Luis sobre la melodía del bandoneón, "¡Esa muchacha va a volverlo completamente loco, pero loco de felicidad!". Y salí corriendo. Corrí más por miedo que por verdadera determinación. Corrí por si había muerto de veras en la pista, por si me perseguían los fantasmas. Corrí porque algo me estaba incendiando el cuerpo por dentro.

La encontré en la puerta trasera con el cigarro tembloroso entre los labios y la mirada esquiva. Dejé que fumara y me intoxiqué con el humo que le salía del corazón. Cuando tiró la colilla y la apagó con el tacón, agarré su rostro entre mis manos y le grabé mis poemas sin palabras en la caja fuerte de sus sueños para poder verla cada noche. Creí que escaparía como tantas otras veces, como en tantas otras vidas, pero no lo hizo. Se me quedó mirando con aquellos ojos anhelantes y me devolvió la vida en las ocho palabras más bonitas que nadie había pronunciado nunca:

-Si vamos a ir al infierno, hagámoslo juntos.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Creo que te gustaría verme estudiar.

Coloco los folios sobre la carpeta. Parto el tocho por la mitad. ¡Bien, justo la página que quería! Romanticismo. Romanticismo puro. Beethoven, Schubert, Schumann, Liszt, Chopin, Berlioz, Mendelssohn, Brahms, Verdi, Brucker, Strauss, Mahler... Wagner. ¡Bien, me los sé todos!

No aparto la mirada de las letras. Quieta, muy quieta. Leo los párrafos una y otra vez. Obras. Las obras no me las sé tan bien, lo admito. Leo. Sigo quieta. La gente a mi alrededor pasa las hojas de apuntes, las gira, las acerca a su nariz, vuelven a dejarlas sobre el montón. Yo sigo sin moverme. Es que me gusta estudiar quieta, muy quieta.

Se me escapa un decadente suspiro romántico. Pero romántico tipo sinfonía, ¿eh? Todo un clásico. Ah, el Clasicismo también me lo sé, pero me gusta menos. A mí horror vacui, como en el Barroco. La Suite número dos de Bach arreglada para viola. Qué bonita. Tariraaa, tariro, tariroriraaaa, tariro, tariroriraaaaaa, tariro raro rare rira ro rarira...

Miro alrededor. Vuelvo a los garabatos. Me levanto y salgo. Voy a por el segundo café del día. Bueno, de la tarde. Sólo por distraerme. Sólo por salir a que me dé el aire. Sólo porque me gusta. A ver quién me duerme después.

Cuánto más café tomo, más quieta estoy. Más abiertos los ojos. Más lenta la respiración. Más concentración. ¿Más concentración? ¡Y una mierda! El grupo de chicas de la mesa de enfrente está empezando a hacer ruido de más. Jiji, jaja, jeje. Y yo sólo quiero silencio. Silencio que en mi casa no hay. Nunca lo hay.

Volvamos a los románticos. Qué hombres aquellos. ¡Cómo me los imagino y qué diferentes debieron ser! Ya me estoy yendo por las ramas. Y en un momento mío de esos repletos de lucidez pienso en ti. Oh, oh, la hemos jodido. Durante una fracción de segundo pienso que te gustaría verme estudiar. Te encantaría verme estudiar. Y luego, me sumerjo en los folios de nuevo. Quieta, muy quieta. Con dos cafés en el cuerpo y muchas ganas de que llegue el invierno.

jueves, 26 de julio de 2012

Anochéceme.

Dibújame tu olor en la piel.
Lléname de palabras inventadas.
Bésame con la mirada,
y desnúdame el alma.

Conviérteme en lo prohibido.
Desátame en las noches solitarias.
Entrégame a los perros hambrientos
que me esperan en tus recuerdos.

Mátame a incógnitas.
Déjame a merced del olvido.
Vomítame toda tu dulzura
y resérvame los platos fríos.

Arrácame las entrañas.
Báñate en lo que quede de mí.
Destrózame los labios y lámeme
hasta la más pequeña de las heridas.

Escóndeme de la locura.
Encuéntrame donde nadie lo haría.
Transpórtame a ese mundo inverosímil
en que me sueñas ágil y diminuta.

Encaréceme las esperanzas.
Maravíllame con los detalles.
Inspírame en los momentos más íntimos
y expírame al oído de cualquier extraño.

Ódiame por no mentir otra vez.
Pídeme más, y más, y más suspiros.
Gímeme para que vuele un segundo
y encógete en lo profundo de mis pupilas.

Tatúame el corazón.
Anochéceme.

lunes, 2 de julio de 2012

Fin.

Y allí, sobre la hamaca que había soportado su peso y el de sus amantes en las largas e intensas noches de verano, mirando aquel mar indescifrable lleno de secretos, dejó que el aliento de la muerte le velara los ojos y lo absorbiera en el estupor del vacío.

Cuando lo encontraron, su rostro estaba cubierto por la serenidad de la sal marina. Y una de aquellas mujeres de luto, en su desgarrador llanto de noche sin luna, exclamó que el mar había sido el único capaz de calmarlo en vida y lo acompañaría en el interminable viaje que le esperaba.

domingo, 3 de junio de 2012

IV. Salix babylonica.


Un brillo extraño se esconde en la noche de sus ojos
mientras acaricio sus pómulos rosados
y beso las lagunas de su memoria.
Estoy convencido de que fue Adán
quien, presa de un deseo incontrolable,
mordisqueó los labios de Eva
y nos condenó al eterno suspirar de los amores prohibidos.

Me deslizo entre las constelaciones de su cuerpo
mientras se hace la luz en nuestras almas
y pasa desapercibida una estrella fugaz.
Seco la desesperación de su rostro
que, una vez limpio de rabia inútil,
se llena de nuevo de sueños por cumplir
y me atrapa en su red de secretos a medias.

Las cortezas de nuestros corazones se fisuran
mientras nos enlazamos con hilos invisibles
aún nos quedan por compartir muchas últimas canciones.
El péndulo se detiene un segundo en la brisa,
los sauces siguen llorando por mí,
y derraman sus lágrimas color esperanza
sobre el lago cristalino de mis entrañas.

martes, 22 de mayo de 2012

Calm down.

Lo importante no es deshacerse de los recuerdos, sino aprender a vivir con ellos, llevarlos con delicadeza en nuestro interior y mantenernos firmes cuando se nos presentan inesperadamente. Y es difícil, claro, pero confío en que el tiempo nos enseñará. Es un buen maestro, ¿sabes?

domingo, 20 de mayo de 2012

La carta infranqueable.

A veces, las palabras sobran. Y todo lo que quería decirte se desvanece en un eléctrico cruce de miradas.

Nunca te había sentido tan cerca. O ya no lo recordaba, al menos. Eres como esas tardes de invierno en casa, cuando llueve tras la ventana y un café se enfría lentamente en mis manos. Cálido y tranquilo, lleno de paz. He visto mil veces tu sonrisa, pero nunca me había fijado en la enredadera que se extiende alrededor de tus pupilas. Esa que un día, Dios sabe cómo, me atrapó; y en la que no había reparado aún.

Me enloquece la sola oportunidad de observar con detenimiento la línea invisible que separa la piel de tu rostro de la que conforma tus labios. O los pequeños surcos que la cruzan, testigos de cada una de tus expresiones.

Me devoran mis anhelos. Los contengo y me desgarran, pero soy más fuerte. Hay una delgada barrera entre los sueños y la realidad, cada vez estoy más segura. Y tú te deslizas entre ambos mundos con una facilidad envidiable y muy, muy peligrosa. Puedo observar cada detalle al milímetro mientras hablas sobre cualquier otra cosa y, después, responderte con toda la naturalidad de la que sea capaz. O quedarme callada, sonriéndote en silencio.


Luego, te escribo miles de palabras que no consiguen expresar nada. Y tú me sigues llamando tonta, y bonita, y niña. Y yo pienso que no puede haber nada mejor. Que traspasar esa barrera es una muerte segura. Que tocar un milímetro de esa piel llena de historias sería encontrar el veneno definitivo y letal. Y rompo las palabras, que se desintegran en las yemas de mis dedos.




Algún día muy lejano, quizás te envíe una carta de verdad.


lunes, 14 de mayo de 2012

III. Tu caos es mi orden.

El cristal refleja tus ojos sobre el paisaje
y se confunden con el aroma extraño
que desprenden tus temblores.
La vida es algo más que imágenes
en blanco y negro. O quizás no.
No creo en Dios, ni en sus hazañas.
Ni en el palpitar dudoso de un corazón desarmado.
A veces me descubro tratando de darle
sentido a tus silencios. A tus miradas.
Pero tampoco creo en ellos todo el rato.
Tus terremotos se han calmado, y no,
yo ya no estoy allí.
Lo más doloroso es enfrentarse al espejo,
que te devuelve un aliento vomitivo, enfermizo,
y una piel de papel de fumar.
Encajar el golpe. Continuar.

¿Y en qué creo entonces?
Los árboles se dejan mutilar por la brisa,
y nosotros por susurros.

Y esa es la única verdad posible.

sábado, 21 de abril de 2012

El acorde final.

Las calles de una ciudad desconocida siempre parecen más seguras. Elena pasea con el libro ardiendo bajo el brazo. Ha llovido esta mañana, y todavía quedan charcos en la carretera. La gente entra en las tiendas, compra, sale y vuelve a entrar en otras. Una niña camina junto a su padre, sopla suave y ríe al ver las pompas de jabón gravitar. Elena explota una con la punta de los dedos. La pequeña la mira con curiosidad y ella le guiña un ojo. Su sonrisa se ensancha.

Al lado izquierdo de la calle, sentado en un portal, un vagabundo da agua a su perro en un vaso de papel. Un poco más allá, un violinista intenta ponerle banda sonora a la tarde de compras, y a su propia vida. Elena camina un poco más, y se sienta sobre el muro que rodea el caserón de algún magnate. Cruza las piernas a lo indio y abre el libro. Comienza a leer y la obra la absorbe.

Cuando se quiere dar cuenta, está de pie, recitando al viento los diálogos, las descripciones, las intervenciones del narrador. Modula la voz y el fuego de la historia incendia sus mejillas. De repente, calla. Cierra el libro y se marcha. Los pocos que se habían parado unos segundos escucharla se encogen de hombros y siguen con sus itinerarios.

Elena no vuelve al día siguiente. Ni al otro. Ni en mucho tiempo. Pero, casi un mes después, vuelve a echarse a la calles de aquella ciudad desconocida, para inundarla con su historia. Los rayos del sol se esconden tras los altos edificios. El vagabundo duerme abrazado a su perro lobo y el violinista ha ganado algo de técnica y mejor sonido. Elena no se sienta esta vez. Abre el libro por la página en que se había quedado y acaba la frase que había dejado a medias, casi en un susurro.

Algunos paran a escucharla y sonríen al reconocer la obra. Otros la miran con extrañeza. Y la mayoría no se percatan de su presencia. Desde el otro lado de la calle, alguien la observa detenidamente. Cuando llega al final, entre toda aquella gente con prisa, se desanima y cierra el libro. Alza el rostro y se encuentra cara a cara con Él.

-Te falta el acorde final -dice.
-Pídeselo a aquel violinista de allí.
-Creo que tú lo afinarás mejor.
-Sabes perfectamente cuál es el acorde final, lo has escuchado miles de veces. ¿Para qué una más?
-Quizás esta es la definitiva...
-O quizás vuelvas a irte.

Sus ojos se tornan culpables. Ella evita mirarlo.

-Es posible -afirma Él-. Pero, ¿quién sabe? A lo mejor éste es nuestro destino, que las casualidades nos unan y separen... Quizás ésto es lo que debe pasar.
-¿Lo dice en serio? -responde Elena, haciendo del diálogo del libro sus propias palabras.
-Desde que nací, no he dicho una sola cosa que no sea en serio -dice Él, siguiendo el juego.
-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?

Ambos ríen. La complicidad de cientos de miradas vuelve a instalarse en sus ojos. Él le coge las manos con delicadeza y le susurra observando sus iris canela:

-Toda la vida.


Aún mucho tiempo después se repetiría una situación parecida. Él volvería a por ella y le pediría el acorde final. Y esa vez, como todas las veces anteriores, lo haría con la frase de un personaje de novela. La que, a sus noventa años, podría considerar la última.

-Niña mía, estamos solos en el mundo.

martes, 17 de abril de 2012

Uno de esos locos.

El atardecer nos sorprende todavía enlazados sobre las sábanas. Un color rojizo inunda las paredes y nos rodea. Tumbado sobre la cama, observo cómo se levanta. El sol recorta su silueta frente a la ventana. Una suave brisa acaricia su piel morena, y siento celos, como si el aire de mis pulmones fuera el único con derecho a rozarla. Me mira y se me clavan sus pupilas marinas en el alma. Sonreímos, sonreímos como dos tontos a punto de caer desde el precipicio más alto de la ciudad. Puede que el cielo esté cubierto de hermosas nubes. O que esté pintado de ese azul intenso que tanto me gusta. ¿Qué más da? Mis ojos no pueden apartarse de Ella. Lo sabe. Me lanza un beso y desaparece tras el biombo. Veo entre las rendijas cómo esconde su cuerpo bajo las ropas.

La poesía murió hace tiempo en la guerra. Y soy uno de esos locos poetas que todavía intenta resucitarla entre sus labios.

sábado, 14 de abril de 2012

La emoción del arte es impersonal.

La poesía no es un nudo de emoción que nos rodee, sino una huida de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino una huida de la personalidad. Pero, por supuesto, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que significa escapar de tales cosas.

T.S. Eliot, La tradición y el talento individual (1919).

lunes, 9 de abril de 2012

There's nothing worth running for.

No hay manera. No hay forma humana de controlar esto.
Los huracanes que destrozan mis cimientos.
Se desmoronan mis ciudades. Mis ideas tan cuidadosamente edificadas.
Las notas del piano me destrozan los oídos.
Y tu mirada.

Todavía no comprendo cómo pueden hablar de amor
como si fuera algo tan ligero, tan dócil, tan fácil.
Todavía quedan resquicios de tus palabras
que esperan ser pronunciadas algún día.
Y tus labios.

Mátame. Mátame de una vez por todas. O desapareceré.
Estaría ya muy lejos de no ser por ese pánico a la estaciones.
Nunca llegaré a comprender la mezcla entre la felicidad de la llegada
y la amargura de la despedida en el ambiente. Aeropuertos, buses, trenes.
Y tu sonrisa.

Ya no hay nada que valga la pena.
Nada por lo que luchar, nada por lo que gritar.
Ni siquiera consiguen meternos el suficiente miedo como para echar a correr.
No hay nada por lo que valga la pena correr.
Excepto...

jueves, 29 de marzo de 2012

Sin añadidos.

A Fernando, el poeta.

Anochece tras las cortinas. El caos del escritorio se vuelve una imagen en blanco y negro, y todo parece más ordenado, más tranquilo. Las bolas de papel que adornan la habitación recogen las tristes palabras desechadas. Y en medio de la oscuridad serena, el frenesí colérico del poeta. Su libreta parece más pequeña que la última vez, ha arrancado demasiados poemas. Las ojeras le marcan sin piedad el rostro, y le dan esa pinta de loco que todo humano necesita de vez en cuando.

Las estancias modernas de los poetas ya no huelen a tabaco y café. Es el mismo aire viciado de la desesperación, más nítido y punzante que nunca. Sin añadidos. Sus ojos miran las hojas sin verlas. Su mente vuela cerca de la piel de su musa, la acaricia y se impregna de Ella. No es fácil encontrarla en tiempos grises como los que acechan. Pero, cuando lo consigue, no puede evitar desaparecer en su aroma.

E intenta atraparla entre la tinta y el papel, rápido. Escribe, y le tiemblan las manos. Escribe, y se le escapa en segundos su amada. El bolígrafo se le resbala entre los dedos y cae al suelo. Clara maúlla y se coloca de un salto en su regazo. Él, sorprendido, sonríe y la acaricia. El ritmo de su respiración se acompasa poco a poco.

-¿Cuándo volverá, mi pequeña? Siempre me deja cuando más la necesito...

Clara lo mira, inocente, desde sus grandes ojos verdes. Él deja caer la cabeza sobre las manos, rendido. Todavía le recorre las venas un leve temblor. Siempre va preparado por si Ella aparece y le ayuda a terminar por fin ese maldito poema que le costará litros de tinta, cientos de hojas y, si no lo hace pronto, hasta la vida.

martes, 27 de marzo de 2012

A la puta que se llevó mis poemas.

Algunos dicen que debemos eliminar del poema
los remordimientos personales,
permanecer abstractos, hay cierta razón en esto, pero
¡POR DIOS!
¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!
¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!
¡Es intolerable!

¿Tratas de joderme como a los demás?
¿Por qué no te llevaste mejor mi dinero?
Usualmente lo sacan de los dormitorios y de los pantalones borrachos y enfermos en el rincón.
La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete de 50,
pero no mis poemas.

No soy Shakespeare
pero puede ser que algún día ya no escriba más,
abstractos o de los otros.
Siempre habrá dinero y putas y borrachos
hasta que caiga la última bomba,
pero como dijo Dios,
cruzándose de piernas:
veo que he creado muchos poetas pero no mucha poesía.

Charles Bukowski.

lunes, 26 de marzo de 2012

Photo.

Sostiene la foto entre sus manos y la mira ansiosamente. Él la observa inmortalizado desde el papel. A ella le tiemblan las manos. Más, un poco más. Se muerde el labio inferior. Se le llenan los ojos de suspiros. Un vacío se abre paso en su interior a grandes zancadas y lo ocupa, haciendo de todo nada. El lugar donde debería estar el corazón duele. Los gritos pujan por salir al exterior desde sus entrañas. Y los retiene, los retiene hasta que la vencen. Se derrumba. La foto cae a su lado en el colchón donde estaba sentada. Y entre los gritos ahogados logra susurrar: Sonríe, sonríe... es lo único que necesito.

Y es absurdo pedirle a una foto que sonría. Y lo sabe. Y por ello deja que los gritos le destrocen la garganta, y vuelve a la oscuridad. Hay cosas que no se pueden cambiar. Y ella nunca tendrá una foto de su sonrisa.

sábado, 24 de marzo de 2012

II. La piel.

¿Qué es lo que queda cuando agotamos las palabras?

El ardor de los labios ensangrentados.
Las luciérnagas como pequeñas farolas a lo lejos.
Tus pupilas en el centro de mis tornados.

¿Y cuando las palabras nos agotan, qué es lo que queda?

domingo, 11 de marzo de 2012

Siglos.

En realidad, nuestra joven hubiera admitido que la relación no tenía mayor fundamento que el hecho de que las ausencias del capitán, por frecuentes y por largas que fueran, terminaban siempre con su reaparición. No era asunto de nadie, sino de ella, que este hecho siguiera bastándole. Naturalmente no bastaba por sí solo; lo que le había hecho adquirir esa cualidad era la extraordinaria posesión de los elementos de la vida del capitán que la memoria y la curiosidad le habían dado por fin. Llegó el día en que esta posesión, por parte de la joven, pareció constituir un mutuo reconocimiento tácito, que era mitad burla, pero también profunda solemnidad, cuando sus miradas se encontraban. Ahora el capitán le daba siempre los buenos días; a menudo la saludaba alzando el sombrero. Le dedicaba algún comentario cuando había tiempo o espacio, y en una ocasión ella llegó incluso a decirle que hacía <<siglos>> que no le veía. <<Siglos>> fue la palabra que utilizó con todo cuidado e intención, aunque le temblara un poco la voz; <<siglos>> era exactamente lo que quería decir. A esto él replicó en términos elegidos con una menor ansia, sin duda, pero quizá por ese motivo no menos singulares: <<Oh, sí, ¿verdad que el tiempo ha sido terriblemente húmedo?>>. Éste era un ejemplo de sus intercambios, que alimentaban en ella la idea de que jamás se había establecido en la tierra una relación más trascendente y exquisita. En la medida en que ellos quisieran considerarlo así, todo podía significar casi cualquier cosa. La falta de espacio en la jaula, cuando él se asomaba por entre los barrotes, dejaba de ser apreciable por completo.

En la jaula, Henry James.

El lector.

No tengo miedo. No tengo miedo de nada. Cuanto más sufro, más amo. El peligro solo aumentará mi amor, lo agudizará, lo condimentará. Seré el único ángel que necesitas. Dejarás ésta vida aún más bella que como entraste en ella. El cielo te tomará de vuelta, te mirará y dirá: solo una cosa puede completar un alma y esa cosa es el amor.

El lector, de Stephen Daldry, basada en la novela de Bernhard Schlink.

jueves, 8 de marzo de 2012

Sus preguntas absurdas.

La claridad perezosa de la madrugada se asomó con cuidado a través de las cortinas y me despertó suavemente con caricias en los párpados. Giré la cabeza y la encontré a mi lado, quieta. Miraba al techo con la respiración contenida.

-¿Sueñas despierta? -le pregunté.

Dirigió su rostro hacia mí, rápida, y me observó durante unos segundos con los ojos muy abiertos. Luego, volvió a la posición inicial y cerró los ojos. Noté cómo el aire llenaba sus pulmones lentamente, y suspiró. Me habría gustado estar dentro de su cabeza, nadar con ella en la tormenta de sus pensamientos. Acerqué despacio mi mano a la suya y la apreté débilmente. Estaba fría, fría como el interior de una catedral antigua. Esperé un momento, regulando la temperatura de nuestra piel.

-No tengo frío -dijo, haciendo caso omiso a mi pregunta.

Levanté una ceja y paseé mi mirada por su cuerpo desnudo. Deslicé mis dedos por su vientre, por su pecho, por su cuello, casi sin rozarla. Y aún así, pude notar cómo su piel ardía. Me sentí extraño, como si durante las horas que había dormido nuestras vidas se hubieran separado y la hubiera perdido por completo. Llegué a sus labios y los recorrí mientras un escalofrío me envolvía. El silencio parecía gravitar sobre nuestras almas, asesinando nuestras palabras. Me temblaron las manos unos segundos. Y ella lo notó.

-A veces me pregunto si lo que vivimos no será un sueño. Y me da miedo dormirme un día a tu lado y despertar en otra vida, en otro mundo, sin tus preguntas absurdas.

-Te perseguiría hasta en esa otra vida con mis estupideces, lo sabes.

-Pero, ¿y si no te acordaras? ¿Y si ni yo misma me acordara? ¿Y si llegáramos a ser felices en ese otro mundo sin saber de nuestra mutua existencia?

Callé. Seguí acariciando sus pómulos, bajé por la barbilla de nuevo a su cuello, a su pecho, a su vientre, y me mantuve allí, me deslicé cerca de su ombligo, de los huesos firmes de su cadera. La idea de no acordarme jamás de ella me provocaba un miedo terrible en forma de arcadas. Pero si no la recordara, esa sensación desaparecería con su imagen. ¿Qué es de la vida sin los recuerdos? ¿Qué somos nosotros mismos sin recuerdos? Intenté decir algo, pero el sonido murió antes de llegar a mis labios. Ella lo hizo por mí.

-¿Sabes? Creo que hasta en otra vida habría algo, un presentimiento, una sombra, un hueco en mi alma marcado por tu recuerdo inexistente pero real. Y quizás eso me llevaría, sin pretenderlo, hasta ti.

-¿Y si yo fuera feliz? -dije entrecortadamente-. ¿Qué harías?

Silencio de nuevo. Pasaron unos minutos eternos. Y cuando creí que ya no respondería, lo hizo.

-Al principio me consumiría la rabia y el dolor, como a todo ser humano. ¿Para qué negarlo? Pero si de verdad fueras feliz sin mí, o por lo menos sin mí como lo que soy ahora, no cometería la estupidez de estropear tu vida con mis sombras de recuerdos. Me mantendría cerca tuya, cuidando de ti sin que lo supieras. Intentaría ser feliz sólo porque tú lo eres. Y si no lo consiguiera, si el dolor de no tenerte a mi lado fuera demasiado fuerte y me consumiera, me alejaría. Me alejaría todo lo que pudiera y nunca, nunca, dejaría que supieras nada.

Abrió los ojos y me miró. Me hundí un momento en el azabache de sus iris. Y cuando notó que ya había vuelto al mundo real, sonrió con malicia.

-Pero ambos sabemos que no podrías vivir sin mí.

Sonreí y, desprevenido, sujeté sus caderas a duras penas cuando de un sólo movimiento me aprisionó bajo su cuerpo. Eran sus cambios imprevisibles de mujer salvaje. Todos mis sentidos se volcaron en su piel.

Más tarde, cuando la luz del sol ya cubría la habitación entera sin timidez, observé su cuerpo tranquilo mientras dormía de lado. La cara relajada contra la almohada, frente a mí, y los labios todavía entreabiertos por el sabor del último beso. Me levanté con cuidado de no despertarla y escribí una nota.

Tranquila, todavía me acuerdo de ti.

La doblé y la puse en su mano, fría a pesar de todo. Separé un mechón que caía sobre su mejilla.

-A mí me da miedo que sea en esta vida donde nos olvidemos el uno del otro -susurré-. Por eso, sigue soñando, ya sea despierta o dormida.

lunes, 5 de marzo de 2012

Ven a por mí.

El ritmo acompasado de aquella canción.
Su mirada traviesa desde la lejanía.
La melena desafiando a la gravedad.
Las luces que juegan con su figura en la oscuridad.
Sus labios entregados a una media sonrisa.
Y sus caderas, sus caderas lentas y sus curvas de visibilidad reducida.
Sólo esperarla, sólo decirle: Ven a por mí.

sábado, 3 de marzo de 2012

El Coronel Chabert.

-¡Señor! -dijo la Condesa al Coronel con un sonido de voz que revelaba una de esas emociones excepcionales en la vida y durante las cuales todo en nosotros se agita.


En estos momentos, corazón, fibras, nervios, fisonomía, alma y cuerpo, todo, hasta los poros, se estremecen. La vida parece no ser ya nuestra; se sale de nuestro ser, se comunica como un contagio y se transmite con la mirada, con el acento de la voz, con el gesto, imponiendo nuestra voluntad a los demás. El veterano se estremeció al oír aquella primera palabra, aquel primer, aquel terrible <<¡Señor!>>. Pero es que también dicha palabra encerraba un reproche, un ruego, un perdón, una esperanza, una desesperación, una interrogación, una respuesta. Aquella palabra lo incluía todo. Era preciso ser muy buena actriz para comunicar tanta elocuencia y tanto sentimiento a un solo vocablo. Lo verdadero no es tan completo ni tan perfecto en expresión, porque no lo pone todo fuera y permite ver todo lo que existe dentro. El Coronel sintió mil remordimientos por sus sospechas, por sus exigencias y por su cólera, y bajó los ojos para no dejar adivinar su turbación.


-Señor -retomó la Condesa después de una pausa imperceptible-, le he reconocido a usted perfectamente.
-¡Rosine! -dijo el veterano-, esas palabras contienen el único bálsamo que puede hacerme olvidar todas mis desagracias.


El Coronel Chabert, Honoré de Balzac.

jueves, 1 de marzo de 2012

Miss U.

Oyes desde la habitación cómo Ella murmura palabras dulces al teléfono. Te encierras en la pantalla del ordenador, pones música, intentas distraerte. Pero sigues oyéndola. Lo haces porque una parte de ti quiere saber cómo acaba esa conversación.

-Te extraño mucho...

De repente, el mundo se para. Ella sólo dice esas palabras cuando el universo se le está cayendo encima. Cuando el alma se le encoge de puro miedo. Silencio absoluto. Un suspiro.

-Cuídate mucho, mi vida. Un beso... Yo también.

Oyes el pitido del teléfono, el roce de las sábanas, cómo apaga la luz. Y luego ese sonido estridente en tus oídos. Algo te aprieta el corazón. No respiras. Te levantas con cuidado y cierras la puerta de la habitación intentando hacer el menor ruido posible. Sigues oyendo cómo el océano estalla en sus ojos. Subes el volumen de la música. Más. Mucho más.

Y te quedas dormido con los oídos doloridos, pensando que mañana, quizás, será un buen día.

martes, 28 de febrero de 2012

Esta vez.

Me escuecen los ojos. Será porque llevo más de 18 horas despierta. Será porque no he parado de leer, tanto en pantallas como en papel. Será por la luz anaranjada de la lámpara. Será por el frío. Será por esa leve brisa que entra por la ventana que no me atrevo a cerrar. Será porque algo siempre tiene que doler.

Y esta vez no es el corazón.

Me escuecen los ojos. Me miran fijamente tus ojos de azabache desde el recuerdo. Y grito. Y me desgarro. Y se me rompe el alma contra las paredes de mi piel, llenas de pinchos cual armario de castigo. Todo ocurre dentro. Todo siempre ocurre dentro. No me muevo, no respiro. Sólo me escuecen los ojos, y nadie lo nota.

Y esta vez volveré a mentirte.

Me escuecen los ojos. Y, quizás en un parpadeo calmado, conseguiré acallar los últimos retazos de tus miradas. O no. Serás la cicatriz de mis sonrisas. No aparezcas más de madrugada, cubierto de sombras y lamentos, pidiendo auxilio desde la ventana. Eres todo azabache y todo alma.

Y esta vez vas a volverme loca.


jueves, 23 de febrero de 2012

Cobarde.

Demasiada gente en poco espacio. Nadie reconoce un rostro. Nunca paran más de dos segundos en una mirada. Soy el único espectador que, desde el otro lado de la calle, ve en tus ojos cómo estallas por dentro. Como si una bomba hiciera explotar esa figura de hielo que guardas en el interior de tu alma, y cada pequeño cristal helado se clavara en tu piel. Alguno llega incluso a rozarme, tu dolor impregna el aire. Me gustaría recorrer a grandes zancadas los metros que nos separan, borrarte con mis manos el océano que se derrama de tus ojos, abrazarte fuerte hasta que se fundiera el hielo. Sonreírte después, y perderme entre la multitud sabiendo que he conseguido hacerte olvidar todo por unos momentos. Y, sin embargo, no hago nada de eso. Temo que ya haya empezado a fundirse ese hielo clavado en tu piel y que, al entrar en contacto con la mía, se produzca un cortocircuito. Observo cómo recoges tu valor, cómo afrontas las heridas. No has reparado en mi cobarde presencia. Caminas despacio, como si transportaras una enorme carga. Poco a poco te yergues, sueltas las correas que la atan a ti y la dejas caer. Flotas. Despliegas unas fuertes alas y echas a volar. Todo ha pasado ya. Puedes caer y levantar el vuelo. Qué maravilloso verte surcar los cielos. Y qué pena no poder seguirte. Desvío mi mirada hacia el suelo y camino despacio, perdido entre hombres sin cara. Yo mismo soy un hombre sin cara, incapaz de cruzar los metros que nos separan y volar a tu lado.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Taquicardia.

Te levantas con esa sensación extraña de taquicardia leve. No recuerdas qué has soñado, pero has debido de dar mil vueltas esta noche porque la cama está hecha un desastre. Durante la mañana se desata un terrible dolor en tu cabeza. Cierras los ojos, respiras hondo, tragas la pastilla y continúas con la esperanza de que desaparezca. Corres de aquí para allá, sin tiempo. Vuelves a casa, comes poco y como un autómata. Vuelves a salir, cargado con tus nosécuántos libros. Buscas el sol, para sentir cómo algo acaricia tu piel unos segundos. Subes al bus. Suspiras. Bajas del bus. En clase, los profesores no hacen más que repetir cosas que ya se han dado los días anteriores. Te desesperas, miras el reloj, miras a tus compañeros. Intentas concentrarte. Vaya puta mierda. Dibujas cuadrados en tu libreta. Uno, dos... treinta y cinco, treinta y seis... De repente, la gente empieza a recoger. ¿Ha terminado ya? Siguiente. Se repite la situación. Siguiente. Se repite la situación. Siguiente... Cuando te das cuenta, ya estás sentada de nuevo en ese autobús incómodo al lado de un chico sin rostro. Tenías pensado leer, pero no quieres molestarle encendiendo la luz del techo. Te enchufas los auriculares y viajas en tu mundo paralelo, sin parpadear. Bajas del bus. Caminas hacia casa con las manos en los bolsillos del chaquetón. Subes las escaleras como si cada pie te pesara una tonelada. Acaricias al perro, que es el único que te recibe con alegría. Tiras la mochila. Te pones el pijama. Cenas un yogur de limón. Te sientas en la cama, enciendes el ordenador y abres la carpeta. Empiezas a pasar apuntes a limpio. La espalda te da pinchazos y cruje cada vez que te mueves. Los párpados se cierran sin querer. Las letras se te juntan... En un momento de lucidez, apagas el ordenador y dejas todo en el escritorio. Te metes como puedes entre las sábanas y caes en coma profundo durante cinco o seis horas.

A la mañana siguiente, te levantas con esa sensación extraña de taquicardia leve. No recuerdas qué has soñado, pero has debido de dar mil vueltas esta noche porque la cama está hecha un desastre...

Y sucede que una noche llegas a casa y decides no hacer nada, sólo mirar a la pared. ¿Qué estás haciendo con tu vida? ¿Qué ha pasado últimamente en el mundo real? ¿Cuándo fue la última vez que miraste a los ojos a alguien y supiste su verdad?

Odio las despedidas. ODIO LAS DESPEDIDAS. Y no, ni lo sueñes, no me pienso despedir de ti.

martes, 21 de febrero de 2012

8.

A veces, tengo miedo. Luego se me pasa.

Todo consiste en respirar hondo y contar hasta ocho. Ochenta. Ocho mil. O, simplemente, un ocho acostado...

jueves, 16 de febrero de 2012

Transparente.

Ella. Y sus dagas verbales. Y sus palabras suaves. Y sus sombras.

Y sus manos arrancándome el alma para hacerse con ella un vestido transparente y llevarlo puesto bajo la luz de las velas en nuestras noches sin luna.

Y el temblor de su piel. Y la ferocidad de su mirada. Y el océano en sus ojos. Ella.

martes, 14 de febrero de 2012

Boca arriba.

A veces me gustaría tocar el piano. Así, tal y como tú lo hacías. Tocaría aquella canción, ¿sabes cuál? Sí, esa flojita, esa que silban de vez en cuando los recuerdos. Esa que, cuando menos te lo esperas, sale en un anuncio y te jode el resto del día. O te lo alegra, quién sabe.

Tengo un piano en mi casa. Todavía te recuerdo allí sentado, colocando con suavidad tus pies en los pedales. La verdad es que nunca supe para qué se utilizaban el freno y el embrague, yo sólo utilizaba el acelerador, y así me va. De vez en cuando me siento en frente de él, levanto la tapa y acaricio las teclas. Nada ocurre. Tus dedos tenían mucha más destreza que los míos. Las manos se me quedan heladas. Ni una nota suena. No tengo la suficiente fuerza. Las teclas se me resisten. Soy un fantasma, incorpórea.

No. Nada. Hoy es uno de esos días en los que llegas a casa y te desnudas pensando en quién querrías que lo hiciera. Y te tiras en la cama, boca arriba, sin saber realmente qué estás haciendo con tu vida.

Hay vidas que son exactamente como un piano. Tienen ochenta y ocho teclas, algunas oscuras y otras claras. Pero necesitan al músico que ponga en marcha la maquinaria y cree la melodía de su vida. Qué hacer y qué no hacer. Los fortíssimo y los piano. La impulsividad y la prudencia. Cuando el músico se cansa, los abandona y las teclas dejan de sonar, caen en un letargo terrible del que parece imposible despertar.

Mi vida, a veces, es como ese piano. Cuando no estás, me quedo sin melodía, sin saber muy bien qué hacer. Las cuerdas se desgastan con el tiempo y es más fácil que se rompan cuando vuelvas. ¿Sabes que la cuerda de un piano puede partir a un hombre por la mitad? Todo conlleva su riesgo. Pero tú siempre vuelves y lo acaricias sin peligro. Se acaban los días de no saber quién soy. Y la locura nos rodea cuando las yemas de tus dedos rozan las teclas de mi piel.

sábado, 11 de febrero de 2012

Sigue sin llover.

La luna se alza sobre el mar como una media sonrisa torcida. Hace un viento espantoso y entre su pelo vislumbro unos labios agrietados. Las olas chocan furiosas contra las rocas, pequeñas gotas escalan hasta sus pies descalzos. Tengo miedo. Parece tan frágil allí sentada, con el infierno a sus pies. Y al mismo tiempo tan segura de que nada malo puede ocurrir. Da igual, todo son ilusiones mías. Soy un cobarde que la observa entre las sombras y reinventa su forma de ser a mi manera, tal y como yo la quiero. Como si no la conociera ya. Como si no me hubiera ganado la partida. Como si no tuviera que cuidarme de su personalidad de fuego.

Y, en mi imaginación, me acerco despacio. Me siento a su lado. No nos miramos. Sólo se escucha el rugido del mar y nuestra respiración. Sólo huele a su perfume mezclado con sal. Me tiembla la voz cuando le digo:

-He vuelto a soñar con tus ojos de azabache.

Como cada noche desde que te fuiste, añadiría. Te he escrito un poema, pero no querrás leerlo, ni escucharlo. En realidad ni estás allí. He vivido de tu recuerdo desde aquel Abril. Te reinvento cada noche en aquel acantilado, simplemente porque se parece a ti. Y me quedo solo con el mar revuelto y la luna que, a lo lejos, parece un velerito navegando en calma. Es Abril de nuevo, y sigue sin llover aquí.

lunes, 6 de febrero de 2012

I.



Llueve sobre el reflejo de la luna en tu mirada,
te moja el cabello, la piel, el alma.
Y apenas llego a rozarte los labios
grabándote mis sueños en las pupilas.
Y bailamos un tango tan despacio
que hasta el tiempo la posibilidad perfila
de hacernos eternos...

viernes, 3 de febrero de 2012

Ensueño.

Aquel día, los árboles mutilados por el invierno se le antojaron garras alzadas al aire. Las huesudas manos de una sociedad hambrienta de esperanzas que nunca llegan. Y esa noche soñó que su cuerpo menudo era desmenuzado entre las uñas afiladas de aquellas ramas. Ensangrentados y malheridos sus recuerdos. Disipados sus anhelos. Rota su alma.

domingo, 29 de enero de 2012

Trop sensible.


Cherche en toi cette lumière
au coeur d'ange,
l'humain est bien plus beau
que ce qu'il n'y paraît.

domingo, 22 de enero de 2012

Nebulosa.

Las notas de un piano desconocido envuelven mis pensamientos. Y tú giras en el centro de todos ellos, como la estrella recién nacida en una nebulosa lejana. Los acontecimientos y las opiniones se suceden sin mucho sentido. La sociedad se corrompe, se pudre. La mierda ya no salpica, se hunde entre el fango que nos cubre y nos asfixia. Perdona que sea tan brusco. Hablaba sobre ti, sobre tu manera única de mantenerte firme después de tantos terremotos.

Me gustaría reconocer de una vez lo cobarde que soy y poder esconderme en tu cuerpo antibalas. Pareces el único puerto seguro al que anclarme en días de tormenta. Y, al mismo tiempo, te conviertes en esa mar furiosa que trata de arrastrarme hacia sus profundidades. Pero justo en ese último segundo de vida, en esa burbuja de aire que se escapa de mis pulmones, me devuelves a esa playa compuesta por granos de ánimo, que no de arena.

Silencio. Despierto. Las notas comienzan de nuevo, esta vez más cercanas, más reales. Me doy la vuelta, todavía aturdido, y abro los ojos despacio. Allí estás, sentada al piano, desnuda, perfecta. Me sonríes y me muero de celos por cómo acaricias las teclas. Puede que lo único que valga la pena en este puto mundo sean tus miradas. No voy a filosofar ahora, ni a convertirme en poeta. Pero observo cada milímetro de tu piel y, dios mío, no sabes las ganas que tengo de hacerte el amor entre las sombras.

lunes, 16 de enero de 2012

Tus pupilas marinas.

Quiero ser el puto humo de tu cigarrillo, convertirme en lo único capaz de matarte lentamente y así hacerte eterno. Voy a desnudarme de cicatrices para entregarte un corazón completo. ¿Y si me encierro en los milímetros que separan tus labios? ¿Y si me ahogo en tus pupilas marinas? ¿Me querrás entonces?


¿Y si dejo la poesía, la mala vida? ¿Y si dejo de inventarme amores imposibles? ¿Me querrás entonces?

lunes, 9 de enero de 2012

Detalles.

Lo único destacable de él es que tenía agujeros en sus graciosos calcetines a rayas. ¿Qué más? Nada más. Vestía como alguien normal, hablaba con un acento normal, se comportaba como un humano normal. Lo que hace a alguien especial son esas pequeñas cosas que se nos quedan grabadas en la memoria.

Lo que lo hacía especial eran sus agujeros en los calcetines. Y lo mucho que le gustaba ponérselos. A Marta le gustaba el azúcar con café. Carlos pisaba sólo las líneas blancas en los pasos de cebra. Violeta cogía el cuchillo como un bolígrafo. Nerea torcía la boca cuando estaba nerviosa o su mente viajaba entre pensamientos a toda velocidad. Pablo coleccionaba llaves extraviadas. Laura siempre salía con coloretes de los exámenes. Mónica movía las aletas de la nariz cuando estaba a punto de llorar. Esteban nunca llevaba paraguas, le gustaba demasiado la lluvia. Daniel olía la comida antes de metérsela en la boca, puro instinto. Victoria estiraba las mangas de los jerseys con su timidez.

¿Qué importa su nombre, en realidad? ¿Qué importa su aspecto? Puedo decirte que era profesor, estudiante de Bellas Artes o un ejecutivo anciano. ¿De eso depende tu opinión? No, claro que no. Lo bonito es dejar volar a tu imaginación.

A mí me gusta guardar hasta el envoltorio de los regalos y llevarme todo a casa. Luego ya lo tiraré. ¿Y tú?


Son los detalles los que nos hacen visibles, no la normalidad.

miércoles, 4 de enero de 2012

Ojos de hierba.

¿Sabes? A veces pienso que Alma es un poco salvaje. Aunque me gusta verla así, con sus instintos animales y su elegancia felina. Tiene las manos más dulces que he visto en mi vida, y también las más frías. Y, sin embargo, se le derriten los labios en cada sonrisa.

Está tan llena de sentimientos que a veces da miedo hasta mirarla, por si le nace alguno más y explota. Tiene esa pureza extraña de quien no ha sido decepcionado todavía y, al mismo tiempo, un corazón lleno de heridas a medio cicatrizar. De vez en cuando se le abre alguna, con una canción o una foto. A veces, una simple palabra basta. Veo cómo intenta curarse, cómo trata de que no se desate el caos ahí dentro. Y me siento impotente, inútil, por no poder ayudarla.

Alma vive en una nube. Alto, muy alto. Y lejos, muy lejos. Cuando se aburre de la soledad, viene a por mí. Cuando subo nunca miro abajo, tengo un miedo espantoso a las alturas. Sólo la observo a ella y me pregunto si seré su único acompañante. Me sorprendo a mí mismo cubierto de celos, de rabia. Alma dirige sus grandes ojos hacia mí y me dice lo de siempre:

-Déjate de palabrerías, que eso le corresponde a la Razón, y aquí sólo estoy yo. Ella no existe.

Es entonces cuando mi mente queda en blanco. La aprisiono contra la mullida nube, su cara a unos centímetros de la mía, nuestros cuerpos tan cerca. Tengo ganas de preguntarle quiénes son, dónde viven e ir a estrangularlos con mis propias manos cuando baje. Pero todo se desvanece y sólo queda ella. No hay palabras, ni amantes, ni celos. Sólo queda Alma y su interior lleno de sentimientos.

Ella me los quita todos. Y así, vacío, sólo soy capaz de mirarla y crear uno nuevo. Uno que ella no conoce y que a mí me mata. Tengo miedo de que lo descubra en el anhelo de sus labios, de su piel. La acaricio suavemente y me alejo. Nos quedamos quietos. Yo con el único sentimiento bueno que he sido capaz de crear y Alma allí, con sus ojos de hierba, intentando robármelo.

Alma no sabe que si consigue averiguar qué sentimiento escondo, no podrá resistirse a quitármelo. Y, entonces, todo será silencio.