domingo, 21 de noviembre de 2010

Te echo de menos.

Después de un duro día de trabajo, al anochecer, ella siempre me visitaba. No supe nunca si se trataba de un sueño o una alucinación. Tampoco quise saberlo.

Con las últimas luces del crepúsculo, aparecía envuelta en exuberantes vestidos de gasa transparente. Se lanzaba a mis brazos con desesperación contenida y encendía mi pasión al tiempo que se apagaba el día. Rápido, me deshacía de aquellas telas. Caminaba por los senderos de su piel en busca de nuevos reinos. Hábilmente, la despojaba de sus medias y de su ropa interior, siempre de encaje, apoderándome de todos los rincones de su cuerpo.

Algunos, la compararían con una gata, algo que quizás no se alejara demasiado de la realidad. A mí me gustaba compararla al mar, tan mansa y dulce en calma. Y, al mismo tiempo, tan cruel y peligrosa en la tormenta. Pero bella de ambas formas. Sus movimientos me fatigaban y sus ojos me atravesaban el alma, haciendo que mi deseo por tenerla fuera igual de intenso que el de alejarla de mí.

Mi musa, tan suave, tan áspera. Mi musa, tan placentera, tan dañina. Mi musa, tan amada, tan odiada. Pero mía de todas maneras.

Navegaba entre el sonido de sus gemidos sin timón, pero con un rumbo fijo. Podía pasar horas buscando el destino sin querer encontrarlo, deseando quedarme allí con ella, perdido en las oleadas de su calor. Y, mientras despuntaban las luces del alba, ella siempre depositaba millones de besos sobre mis labios, agrietados por el salado sabor de su piel, hasta que me dormía.

Cuando despertaba, pocas horas después, se había ido. Sin dejarme siquiera su olor para mis fantasías, para mis recuerdos. Siempre tenía la duda de si volvería cada noche, esos pequeños nervios en el estómago al llegar a casa, al llegar el anochecer.

Ella siempre volvía. Hasta hoy. ¿Dónde estás pequeña musa? No has venido y te echo de menos.


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