sábado, 20 de noviembre de 2010

Dos sombras bajo la luz del amor.

El mundo en el que vivimos es un pequeño espacio intermedio entre el Cielo y el Infierno. Un espacio temporal del que Dios y Satán se reparten las almas una vez muertos sus cuerpos y las llevan a sus eternos reinos. Al principio, el juego era sencillo, un simple pasatiempo. Sin embargo, con la terrible evolución del hombre, el mundo se ha convertido en algo más que un simple tablero. Emociones, sentimientos, tragedias, risas, llantos, alegrías, logros... El tablero se ha llenado de comodines.

Todo ha cambiado.

La noche ya no es un problema para las almas con insomnio. Luces naranjas hacen desaparecer la oscuridad. Pero no sólo eso, los propios seres humanos tienen luz. Lo he visto.

Imagina una callejuela estrecha de una ciudad cualquiera. La típica calle larga sin salida por la que sólo caben un par de personas. Un traseúnte no se habría fijado al pasar por la entrada. Yo dejé caer mi cigarrillo, elevándose el humo, consumiéndose hasta apagarse. Había varias farolas de luz naranja, lúgubre. Si fuera por ellas, tropezaría seguro. Y entre el color, jugaban dos pequeñas sombras. Me acerqué despacio, intentando no ser visto, y observé. Dos pequeñas sombras cogidas de la mano corrían y paraban, iban de un lado a otro, saltaban, se soltaban.

Dos sombras bajo luz naranja. Las farolas, cansadas, se apagaron. Dos sombras bajo la luz de la luna.

Se alejó una de ellas hasta pegarse a la pared, arrastrando la inercia a su pareja hacia ella. Pude sentir el calor de sus manos al acariciarse, los pequeños escalofríos que recorrían sus espaldas, las miradas fijas el uno en el otro. Y entre toda esa marea de sensaciones, algo atrajo a las dos sombras y las fundió en una desde sus labios. De repente, todo se llenó de luz. Cerré los ojos con fuerza durante unos segundos y me costó acostumbrarme al resplandor. Ya no estaba la luz de la luna. Ya no había luz naranja. Era una luz transparente, radiante, hermosa.

Me pregunté si Dios envidiaría esa luz, comparándola con la de su áurea corona. Me pregunté si Satán envidiaría esa luz, comparándola con la de su ardiente fuego. Sí, desde luego que la envidiarían.

"¿Qué tipo de luz era aquella?" Esa cuestión me acompañó durante largas noches en vela. Hasta que la experimenté. Era una luz muy especial, difícil de encontrar. Era la luz del amor.

Y desde que existe esa luz, en el juego hay otro contrincante con ventaja. Uno que hace que las almas deseen el mundo temporal más que el inmortal. Uno que hace que la vida merezca la pena.

Dos sombras bajo la luz del amor.

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