lunes, 22 de noviembre de 2010

En algún rincón de sus sábanas...

-¿Quieres casarte conmigo?

La calidez de su aliento y el suave movimiento de sus labios al hablar me dejaron anodada. Apenas nos separaban unos centímetros y podía sentir en mi propio pecho los latidos de su corazón. Acelerados. ¿Por qué tantos nervios? Espera, ¿qué era lo que me había dicho? Vaya, parecería una tonta. Bien.

-¿Qu... qué? -tartamudeé inocentemente.

-Me preguntaba, arrodillado ante ti y con este humilde anillo en mi manos, si querrías casarte conmigo.

No me había dado cuenta del detalle del anillo. Miré a nuestro alrededor. Había un cuarteto de cuerda no muy lejos de nosotros, interpretando un bonito vals. La gente se daba la vuelta, curiosa. Todo estaba perfectamente acordado para que fuera la pedida de mano ideal. Y la novia no había sido capaz de mirar más allá de los ojos del amado. Definitivamente, era poco observadora. Irremediablemente, esto no era más que un síntoma del enamoramiento.

-¿Y bien? -su voz me sacó de mis pensamientos -. ¿Quieres casarte conmigo?

Era la tercera vez que hacía la misma pregunta. La desesperación se abría paso en sus ojos y el cuerpo le temblaba. Si él hubiera sabido una mínima parte de todo lo que yo sentía, si me hubiera escuchado cuando hablaba por las noches en sueños, si hubiera leído entre las líneas de mis libros... no me lo habría pedido.

El miedo, siempre el miedo. Aunque me sentía absolutamente unida a él en todos los sentidos, me asaltó el pánico al compromiso, a una unión para toda la vida. Lo quería precisamente porque nunca me había obligado a hacer nada, ni siquiera me había pedido nunca una cita formal. Y el matrimonio, así de sopetón, me quedaba muy grande. Había sospechado desde el principio que él era demasiado bueno para mí, pero ahora sabía con certeza que nunca podría hacerle feliz, que yo no era la mujer de su vida.

Me armé de valor. De un valor moribundo y podre. De un valor manchado por la mentira.

-Te amo. Te amo como nunca amaré a nadie en la vida. Pero sabes que no puedo casarme contigo.

Deposité un suave beso de despedida en sus labios, que todavía tenían forma de "O" cuando me fui. Vagué por las calles buscándome a mí misma, y no me encontré. Me pregunté si la vida de verdad daba segundas oportunidades, porque había dejado plantado al hombre perfecto a la primera de cambio. Sí, la vida da segundas oportunidades, y muchas veces hasta a quien no se las merece. Pero, ¿yo? Yo ya había tenido más de cinco o seis oportunidades, esta vez todo había ido demasiado lejos.

Recogí mis cosas, pero no desaparecí de su vida. Dejé escondido en algún rincón de sus sábanas o de su armario, o incluso del último cajón de su mesilla, la mejor parte de mí.



Todavía, alguna noche de invierno, pienso en él.

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