lunes, 11 de julio de 2011

El único al que siempre volveré.

Noto pequeños besos en mis mejillas. Intento darme la vuelta para alejarlos y seguir durmiendo. Interpongo una mano entre el dueño de esos labios y mi moflete.

-Vamos, princesa, ya es de día -susurra.

Abro los ojos despacio. Primero uno. Luego otro. Los vuelvo a cerrar.

-Sólo un poquito más -suplico.

Ríe. Noto cómo su cuerpo se aleja. Abro los ojos asustada y entonces veo su rostro a unos centímetros del mío.

-Buenos días.
-Mmm... buenos días -replico de mal humor.

Se levanta una pequeña brisa y una fina capa de arena choca contra mi piel. Entonces, contemplo nuestra desnudez en medio de la playa desierta y me asalta el recuerdo de la noche anterior, donde competimos con parejas imaginarias por conseguir silenciar con gemidos el sonido del mar en nuestros oídos. Veo sus dedos jugando en mi vientre, en los huesos de mi cadera, y me sonrojo.

-¿Qué hora es? -pregunto.
-¿No eras tú la que no podía vivir sin reloj? ¿Dónde te lo has dejado?
-Me lo quitaste anoche, ¿recuerdas? Dijiste que nunca acabaría, que se prolongaría hasta el infinito, pero te equivocaste.

Un escalofrío recorre mi espalda cuando noto sus dedos bajar por la parte interior de mis muslos. Cierro las piernas y me siento. Me mira divertido, con la mano aprisionada. El sol aún está muy bajo, calculo que serán las seis de la mañana. Libero su mano. Él se sienta detrás de mí y me abraza. Me dejo envolver y mecer por sus brazos, apoyo mi cabeza en su hombro y contemplo el amanecer sobre el mar.

El sol nace de las suaves olas que mueren en la orilla, a nuestros pies. Y cientos de pájaros se elevan en el cielo y cantan como si quisieran darle los buenos días a un mundo que ya está demasiado cansado para responder. Siento cómo los débiles rayos rozan nuestra piel, llenos de calidez.

-¿Sabes? Siempre quise ser un pájaro -digo en voz alta. Nadie me responde-. Los pájaros son libres, vuelan de acá para allá sin tener que dar explicaciones, ven los paisajes más hermosos...

Sé que él no me está escuchando. Me oye, pero no me escucha. Por un momento, me siento sola. Ojalá pudiera coger carrerilla y echar a volar, perderme con las bandadas que sobrevuelan el mar y buscar la línea del horizonte hasta llegar al fin del mundo. Miro al sol fijamente, con los ojos muy abiertos. Cuento despacio hasta cinco y aparto la mirada. La imagen entonces cambia, y en medio de las aves veo un punto azul oscuro, casi negro, que se mueve entre ellas al tiempo que marcan mis ojos. Y pienso que algún día yo seré ese punto.

Me doy la vuelta y veo su mirada perdida en los millones de gotas que forman el mar.

-¿Qué piensas? -le pregunto.
-Quizás debería abrir tu jaula y dejar que vueles. Pero, la libertad es tan peligrosa... y tengo tanto miedo de que no vuelvas.

Me escabullo en el silencio. Desaparezco. Mi mente abandona mi cuerpo y me dejo llevar por el viento. Mi  corazón tiembla. Tardo veintitrés segundos en tomar posesión de mí misma de nuevo. Me doy la vuelta y lo aprisiono contra la arena. Sujeto sus manos por encima de la cabeza. Nuestras narices se tocan. Noto su aliento cálido en mi boca.

-Escúchame atentamente porque sólo voy a repetirlo una vez. De todas las cosas que conozco en este mundo, sólo hay una que realmente me da libertad, y ese eres tú. El único al que siempre vuelvo. El único al que siempre volveré.

No le beso. No le digo que le quiero. Simplemente dejo caer mi cabeza en su hombro y aspiro su olor una vez más. De repente, en el silencio que sigue a esa confesión brutal, oigo cómo las persianas suben y los edificios despiertan. Algunos deportistas madrugadores se acercan peligrosamente al lugar donde descansan nuestros cuerpos. Ambos nos miramos un segundo, con pánico y vergüenza. Con diversión.

-¡Corre! -le grito.

Nos levantamos, cogemos rápidamente la ropa y nos abalanzamos a la carrera hasta una de las casas de alquiler en primera línea de playa. Busca la llave en los bolsillos del pantalón y abre. Mientras cierra la puerta, ya he dejado la ropa a un lado y le espero en la puerta de la habitación. No hace falta decir nada. Se acerca y nos besamos rápido, con necesidad, devorándonos los labios entre risas. Y, justo en el momento en el que caemos sobre la cama, siento cómo nuestros cuerpos se elevan por la fuerza de nuestras alas y la adrenalina propia de una montaña rusa recorre mis venas hasta la caída libre del orgasmo.

Sé que me iré de nuevo, que volveré a dejarle solo, porque soy como un gorrión callejero, que muere si está encerrado demasiado tiempo. Pero sólo en sus brazos encuentro el poco calor que puede aportarme esta puta vida. Sólo él entiende porqué me voy. Y sólo a él he de volver.


4 comentarios:

  1. volar es tan bonito :)
    nadie debería perder sus alas.

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  2. el cielo es bonito verdad ?

    saludos desde otro paraiso

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  3. Es preciosa y llena de sentimiento.
    Es genial echar a volvar, pero sino tenemos a nadie que no incite a volver... creo que al final nos perderíamos en nosotros mismos.

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  4. 23, montañas rusas, caídas libres...
    Todo muy familiar :)

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