jueves, 24 de octubre de 2013

Desgarrando, sangrando, muriendo.

Vi cómo la poesía se le escapaba de los labios en un aliento espeso. Seguí el hilo de sus palabras hasta que se adentraron en el laberinto, y me solté.

Entré en tus pensamientos como un huracán, despojándote de secretos. Me poseyeron versos infinitos mientras revolvía el cuarto. Encontré el impoluto papel sobre el que descansan tus sueños, y me desnudé ante él al tiempo que lo rasgaba con las tintas de mis fracasos. Acaricié, mordí, arañé y herí, porque así es como se hacen los poemas: desgarrando, sangrando, muriendo. Y luego me fundí. Me fundí y quedé inmóvil mientras tus ambiciones, revueltas, se posaban en mis mejillas, sobre mi vientre, entre mis piernas. Durante un momento me sentí dueña de todos tus anhelos, de todo tu futuro, y soporté el impulso de echar a correr de nuevo, dejando caer tus esperanzas en cualquier otro rincón, lejos de mí. Me quedé quieta, muy quieta, y podría haberme quedado allí durante años, viendo cómo tus logros, hechos realidad, abandonaban mi piel hasta quedar en la más absoluta soledad.

Luego, como una Ariadna arrepentida, desperté de mi ensoñación y recogí el hilo. Los versos, el ritmo, todo había cambiado. Pero mis pensamientos habían pasado inadvertidos a aquella mirada cristalina. Seguí los versos del residente en la tierra a través de aquel aliento espeso, inmóvil en aquella silla azul, suspirando por echar a correr de veras y ser el motor de tus éxitos. Desgarrándome, sangrando y muriendo... en tu poema.


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