lunes, 28 de marzo de 2011

Por siempre jamás.

Jaime Bernabé se acercó a la entrada y traspasó las puertas automáticas que se abrieron para él con un molesto chirrido grave. El olor a desinfectante y plástico se introdujo en sus fosas nasales sin remedio, arrugó la nariz y caminó lentamente hacia el ascensor. Odiaba los hospitales.

Las puertas del ascensor se abrieron por fin y entró. Pulsó el botón de la sexta planta. Las puertas se cerraron y comenzó a subir. Paró en el tercer piso. Se subieron dos enfermeras y un hombre de barba blanca.

-Buenos días, doctor -dijeron al unísono las chicas de bata blanca.
-Buenos días -respondió él.

El hombre de barba blanca miraba sus zapatos, distraído. Pronunció un débil "Hola" que nadie llegó a oír. Las enfermeras cuchichearon en voz baja sobre algo que el doctor Bernabé tampoco llegó a escuchar, aunque lo intentó. La edad había hecho estragos en su oído. El ascensor paró en el quinto piso y todos bajaron, dejando solo de nuevo al anciano doctor. Era una rutina casi diaria. Siempre se encontraba con las mismas enfermeras cotillas. Siempre se encontraba con aquel hombre de barba blanca callado y pensativo.

El ascensor llegó al sexto piso y dejó a Jaime Bernabé enfrentándose al largo pasillo azulado. El doctor traspasó las puertas rojas. En un pequeño cartel a la izquierda se leía "Habitaciones 784 a 856". Caminó por el pasillo con pasos inseguros. Tuvo que parar un par de veces para apoyarse en la pared. Sudaba. Le temblaba todo el cuerpo. Algunos médicos con informes en las manos y auxiliares con carritos llenos de jeringuillas, vendas, brebajes y demás porquerías pasaron a su lado. Lo saludaron solemnemente. Y él les devolvió el saludo, intentando mantener la compostura.

Llegó por fin a la habitación 823. Colocó la mano sobre la manilla y se dió cuenta de que el parkinson se había acentuado en las últimas semanas. Apartó aquel pensamiento de su mente y abrió la puerta. Oyó la máquina antes de verla. Un irritante "pi, pi, pi, pi..." que, en contra de toda lógica, nadie deseaba ligar en una sola nota. Cerró la puerta con cuidado. Se quitó la chaqueta y la dejó en el sillón. Luego, se acercó a la cama. Las sábanas blancas cubrían el menudo cuerpo de Maika Soria.

-Hola, pequeña -dijo Jaime Bernabé.

Ella le sonrió débilmente. Tenía un fino tubo en las fosas nasales que le proporcionaba oxígeno. El anciano echó un vistazo a los brazos de su esposa. Tenía tres vías en el derecho y dos múltiples en el izquierdo. Daba grima ver cómo las agujas se clavaban sin compasión en la piel arrugada y llena de manchas de la que seguía siendo la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra, aún con sus ochenta y dos años. Jaime Bernabé le acarició las yemas de los dedos.

-¿Te han hecho mucho daño mientras no estaba? -ella negó con la cabeza, casi imperceptiblemente-. Eso está bien.

Se quedó callado un buen rato, sin apartar los ojos de su esposa, ni ella de él. El silencio sólo era interrumpido por los carritos que pasaban a todo correr por el pasillo o por los gritos del hombre de la habitación de enfrente, que llevaba allí más de seis meses, pidiendo auxilio y diciendo estar secuestrado. Entonces, Maika Soria apartó la mirada cuando él se dispuso a comprobar los niveles de sueros y medicamentos que le inyectaban en vena. Por la ventana se veían las primaverales hojas verdes de un árbol, suavemente balanceadas por la brisa. Maika entrecerró los ojos cuando el sol la descubrió.

Estaba pálida y huesuda. Y no había nada que salvar dentro de ella. No entendía por qué los médicos se empeñaban en dejarla allí ingresada. Ni por qué su marido no hacía nada por impedirlo. Jaime Bernabé había ejercido durante cuarenta años como médico en aquel hospital, toda la plantilla lo conocía, todos habrían hecho lo que él les hubiera pedido. Todavía no entendía por qué él no acababa con aquella historia. Jaime Bernabé leyó en los ojos de su mujer aquella pregunta no formulada.

-No quería que te fueras. Todavía no.

Ella asintió y se empezaron a formar lágrimas en sus hundidos ojos verdes. Había hablado en pasado. Por fin la iba a dejar marchar, como ella le había pedido si sucedía lo peor. Jaime Bernabé se enjuagó las lágrimas y le dijo:

-Pero, ya es hora de que nos vayamos juntos, aquí no hay nada que hacer, ¿no?

Una lágrima comenzó a rodar por la mejilla de su esposa que, incapaz de moverse, dejó que llegara hasta su barbilla y se perdiera en su cuello. Jaime Bernabé se acercó a ella y le quitó el tubo que le proporcionaba oxígeno. La besó en la frente.

-Te prometo que nos veremos en un par de minutos.

Ella alzó un poco la cabeza, apenas un par de milímetros, pero él supo interpretar el gesto y se acercó suavemente a sus labios. Fue un roce ligero de dos labios arrugados, agrietados y ancianos, pero fue un beso cálido, único.

-Te... a... amo -dijo ella entrecortadamente.

Jaime Bernabé desconectó la irritante máquina y sacó lentamente una jeringuilla de su bolsillo. Se levantó la manga de la camisa y encontró la vena sin dificultad. Se inyectó el pequeño tubo de aire y la dejó a un lado. Ninguno de los dos comenzó a boquear o a convulsionarse. Esperaron tranquilos el momento de irse. Jaime Bernabé paró su reloj de bolsillo, lo puso en las manos de Maika Soria y las cubrió con las suyas. Se miraron un último segundo antes de cerrar los ojos y se quedaron allí, congelados en el tiempo y el espacio, por siempre jamás.

5 comentarios:

  1. bufff

    si vuelves a arrancarme una lágrima...te las ves conmigo

    un relato precioso y lleno de talento

    felicidades

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  2. ME HE EMOCIONADO, PRECIOSO, ESO SI QUE ES UN ACTO DE AMOR.
    UN SALUDO

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  3. El detalle del reloj es fantástico.
    Me encanta que hagas tanta referencia a la música, te identifica mucho :)

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  4. Me encanta esta historia. Tiene mucho sentimiento y el final esta muy bien narrado.

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