viernes, 25 de marzo de 2011

Improvisación.

Subo las escaleras despacio, cargada con la mochila, el chaquetón y el estuche de mi pequeña. Huele a madera y a resina. El tercer piso siempre suena distinto. Mientras que el resto del edificio es acorde, casi armónico, la última planta es un desmadre. Se confunden viento y cuerda, piano y guitarra, incluso percusión, en una desbaratada melodía de notas desafinadas, glisandos, golpes... Y cuando subo el último escalón, sonrío. ¡Cómo me gustan las cabinas!

Giro hacia la derecha y busco la número siete. Ésa es la llave que me han dado hoy. Cabina con piano, aunque no lo vaya a usar. Introduzco la llave en la cerradura, hago malabarismos para que no se me caiga nada, y abro la puerta. Alguien ha dejado una ventana abierta. Dejo las cosas a un lado y me subo a una silla para cerrarla. Qué frío. Dejo la viola en el taburete del piano, un piano negro de pared, de una marca rara. Es bonito. Acaricio las teclas distraídamente. Suena un Do#, un Mi y un Sol. Mmm... no recuerdo cómo continuar aquella pieza, así que aparto las manos del piano. Cierro la tapa.

Miro el estuche cerrado de mi pequeña viola. Y hoy, decido no abrirlo en mi hora libre.

Cojo las llaves y salgo de la cabina tras cerrarla. Doy un par de saltitos a lo Heidi entre puerta y puerta, asomándome por las ventanas. Seguro que ellos están, seguro que ellos están. Vamos, hoy me siento sola, tienen que estar. Los encuentro en la diechiocho. Me cuesta abrir la puerta, y necesito varios intentos para conseguirlo. Me sonríen, pero no dejan de tocar. Cierro de nuevo la puerta y apoyo la espalda en ella.

Son un grupo extraño.
El pianista no es en realidad pianista, pero se pasea entre las teclas como si lo fuera. Tiene el pelo al cazo, despeinado. Es un chico alto y algo delgado. Y es raro verlo sin la típica barba de dos o tres días.
El violonchelista es un chico aún más alto, aunque al estar sentado en la silla no se pueda apreciar. Lleva gafas y una ropa bastante formal. Le gusta acariciar las cuerdas de su violonchelo por la parte más cercana al puente y tocar agudos dulces.
Lo más característico del violinista es que siempre lleva puestos zapatos pulcramente limpios y blancos, marca DC. Algún día se los robaré, todos. Es un chico bajito y suele vestir jerseys a rayas. Toca su violín de pie, con ganas, con fuerza.

A los dos minutos paran de tocar. La improvisación no daba para más.

-¿No te animas a tocar? -me dice el pianista.
-Eh... no, creo que hoy no. Sabes la vergüenza que me da. Además, yo no sé improvisar.
-Siempre dices lo mismo... Algún día tocarás -hace una pausa, mirándome con media sonrisa-. Bueno, entonces dí tonalidad.
-Emmmm... no sé, ¿Fa menor?
-Ya habéis oído, chicos.

Comienza el violonchelo con un solo que va en crescendo, hasta llegar a esos quedos y azucarados agudos. Tras un par de frases, entra el piano, con un ritmo lento, como acompañamiento, seguido del violín, con notas largas, suaves. Es el violinista el que modela ahora la melodía a su gusto, mientras el violonchelo sigue a su ritmo. Ambos se complementan a su manera. Entonces, el piano se une con su propio acantilado de notas. Los tres suenan distintos y, a la vez, los tres están unidos. Me levanto, sin hacer ruido, y me siento en el suelo, en el centro del triángulo que forman. Me gusta cómo sonríen mientras tocan, es tan natural, nada comparable a las audiciones o conciertos formales. Eso es mucho más simple, más placentero, es amor a la música, es... es música en estado puro. Y eso no se puede ver (u oír) muy a amenudo. Cruzo las piernas a lo indio y dejo que la música, que su música, me inunde el alma.

Ya no son piano más violín más violonchelo, ahora son un solo instrumento. Los tres se moldean y se unen. Una única melodía me envuelve. Me siento suspendida en el aire, entre una bruma que huele a madera y metal. Los tres se turnan sin palabras, pasándose el ritmo y la melodía de unos a otros. Me gustan los pizzicatos que hace el violonchelo sin previo aviso, las semicorcheas que inventa el violín para lucirse, y los acordes entrelazados del piano, cuyo sonido se escapa de la tapa abierta, de las cuerdas vibrantes.

Y en ese pequeño epicentro del terremoto musical, desaparezco del mundo durante un momento. No sé cuánto dura, pero ya no estoy allí. La mente en blanco y una sensación de éxtasis me cubren. Y, cuando vuelvo, parpadeo un par de segundos y vuelvo a mirarlos. El mundo sigue donde estaba. Y ellos siguen tocando. Nos sonreímos. Ellos también lo han sentido. Acaban poco después, con unos acordes lentos, de final abierto.

Me despido y salgo de la cabina. Voy en busca de mi pequeña. Abro el estuche y la acaricio delicadamente. Tengo unas ganas enormes de volver a hacerla mía, de hacer que suene para mí. Coloco la almohadilla y tenso el arco. La coloco en mi hombro y rozo lentamente las cuerdas. Apenas doy un par de notas. Sólo afino. La improvisación magistral, otro día, ahora tengo clase.

Al salir de la cabina, me encuentro con el extraño grupo y bajamos las escaleras juntos. Devolvemos las llaves y vamos a clase. Y en nuestras sonrisas dejamos también un final abierto, porque el viernes que siguiente volveré a tener una hora libre y, bueno, alguien tendrá que decirles en qué tonalidad improvisar, ¿no?


5 comentarios:

  1. Ni te imaginas cuanto puedo envidiar ese mundo, esa imagen y esa sensación. Quizá no lo haga en unos años, mientras tanto tendré que emocionarme escuchando y leyendo cosas como esta :)
    Gracias! Es fantástica!

    ResponderEliminar
  2. tienes arte

    la improvisación saldrá, si es necesario

    ResponderEliminar
  3. Me encanta la historia. Me gustan mucho las descripciones que haces de la situación, los sonidos o las sensaciones.

    ResponderEliminar
  4. todo lo que se improvisa tiene un resultado excelente

    ResponderEliminar