jueves, 13 de septiembre de 2012

Tantas otras vidas.

Aquella chiquilla iba a desgarrarme el alma con sus mordaces miradas. Llevaba uno de esos vestidos blancos de paloma indefensa con la falda suelta sobre las rodillas. La melena rebelde le caía sobre los hombros con un dulzura que sólo consigue el calor del invierno. Y sus ojos estaban perfilados con la agonía del querer y no poder, de los amores contrariados, de las noches sin luna.

Me acerqué a Luis mientras daba una última calada al cigarrillo antes de apagarlo a medias. Me senté a su lado mientras tocaba, con la copa de whisky vacía todavía en la mano izquierda. Desde allí, ebrio de música y de alcohol, ella parecía aún más salvaje. Me quedé observando sus curvas de pantera, sus labios de amapola, y supe que había algo de prohibido en la respiración de su pecho.

Luis me despertó de la embriaguez con una palmada en la espalda que me sacudió hasta el último poro de la piel curtida. "Pues sí que le lleva loco la bailarina, maestro", me espetó. Lo miré intentando disimular el pánico, pero aquel hombre me había visto cada noche de miércoles sentado en la barra y había sido testigo de mis mejores y mis peores batallas. Luis me conocía demasiado. "Parece mentira, con la de chamaquitas lindas que se acercan por acá y tuvo que fijarse en esa", continuó con su voz de violonchelo desafinado.

Volví los ojos hacia el rayo que se deslizaba entre el gentío, tan destructor y bello a un tiempo. Apenas logré escuchar a Luis decirme que tocaría la siguiente para nosotros cuando alguien me empujó hacia la muerte. Todo quedó en silencio durante el segundo eterno de su mirada de azabache posada en mi rostro. Luego, el bandoneón de Luis martilleó las primeras notas de un tango en nuestros oídos. No sé de qué recóndito lugar salió en tropel el valor para cogerla de la sonrisa, con las manos en su cintura, y hacerla girar.

Su cuerpo de plumas se amoldaba a mi figura con una facilidad asombrosa; y cualquier choque de piernas, cualquier caricia en la espalda, cualquier roce de más me hacía temblar desde las entrañas. Olía a orquídeas sin cortar, a la vida que se escondía entre sus cabellos. Y cada nota acentuaba un poco el deseo silencioso de nuestro aliento.

Creí que moriría en aquel bar, en medio del círculo que todos los clientes habían hecho a nuestro alrededor, sobre el suelo de madera en el que tantas mujeres habían taconeado, con la bailarina entre mis brazos suplicando un tango más. Sin embargo, continuamos embelesados hasta que Luis decidió poner fin a la composición más larga de toda su vida, aquella que jamás podría recordar. Y, en la última nota, la chiquilla se dejó caer en mis brazos como en un acantilado y terminó a unos centímetros del suelo, con sus dilatadas pupilas clavadas en mí y los labios entreabiertos, seductora como pocas.

La alcé dejando el mínimo espacio entre nuestros rostros, y la vi marchar aprisa cuando todo el mundo se abalanzó de nuevo sobre la pista. "¡No sea tonto y sígala, maestro!", me gritó Luis sobre la melodía del bandoneón, "¡Esa muchacha va a volverlo completamente loco, pero loco de felicidad!". Y salí corriendo. Corrí más por miedo que por verdadera determinación. Corrí por si había muerto de veras en la pista, por si me perseguían los fantasmas. Corrí porque algo me estaba incendiando el cuerpo por dentro.

La encontré en la puerta trasera con el cigarro tembloroso entre los labios y la mirada esquiva. Dejé que fumara y me intoxiqué con el humo que le salía del corazón. Cuando tiró la colilla y la apagó con el tacón, agarré su rostro entre mis manos y le grabé mis poemas sin palabras en la caja fuerte de sus sueños para poder verla cada noche. Creí que escaparía como tantas otras veces, como en tantas otras vidas, pero no lo hizo. Se me quedó mirando con aquellos ojos anhelantes y me devolvió la vida en las ocho palabras más bonitas que nadie había pronunciado nunca:

-Si vamos a ir al infierno, hagámoslo juntos.

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