jueves, 27 de junio de 2013

El último céntimo de paciencia.

Cuando eres pequeño, el tiempo no importa y crees que lo de "ser mayor" queda demasiado lejos como para preocuparse por ello. Y de repente te alcanza, te pilla desprevenido, desnudo, y te roba la inocencia de un guantazo. Descubres que la gente no es como pensabas en tu idílica infancia. Y después descubres que tu infancia tampoco fue todo lo idílica que tú creías. Y podrías llorar amargamente para que Mamá viniera a consolarte, pero también descubres que eso es una pérdida de tiempo. Tiempo, un elemento inmaterial tan preciado en la sociedad, sólo por debajo del dinero.

Te peleas con la casera,
y con los operadores de las compañías telefónicas,
porque todos se empeñan en rasgar hasta el último céntimo de paciencia.

Recibes mensajes en la plataforma electrónica de la Universidad que contienen una mierda de notas,
y miras a la pantalla, incrédulo, y le preguntas "¿Qué?", como el idiota que eres.
Y vas a la revisión de exámenes,
esperas tres kilos de tu preciado tiempo en la puerta de un despacho,
que se abre con un aliento gélido (porque un catedrático no puede vivir sin aire acondicionado),
y te da paso a la sonrisa burlona de alguien que te mira como si fueras la última mierda del planeta
(o quizás eso tendría más valor).
Y revisas el examen,
y te quedas con tu mierda de nota,
y te sientes así, como una mierda.

Vuelves a casa en tren,
después de que el revisor haya contado tres veces si te quedaban viajes en el bono
y te haya mirado como si fueras un ladrón.

Saludas a tus padres, saludas a tus hermanos, saludas a tu perro,
te acuestas en la cama,
y sólo quieres dormir, ni siquiera soñar.

Te levantas sin saber dónde estás,
ni qué estás haciendo con tu vida.
Ya no tienes ganas de volver a tu tierra,
porque cuanto más mayor te haces,
menos morriña (aunque nunca desaparezca).

Decides vivir sin reloj, maldito invento,
y evitas que lo urgente atropelle a lo importante (como decía mi profesor de Historia).


Y estoy harta del tiempo, del dinero,
del trato con los caseros y las compañías telefónicas,
de las revisiones de exámenes y la superioridad,
del tren, de las malas caras, del calor,
de no saber de dónde procedo,
ni a dónde me dirijo.
Y escribo, escribo para sacar de dentro todo,
para que unos (des)conocidos me lean,
y piensen lo que quieran pensar.

domingo, 9 de junio de 2013

Las cucharillas de café.

-Te leo -dijiste.

Y fue como si me dispararas en el pulmón. Cerré los ojos y se me inundó el alma en un suspiro.

-He dicho que yo te leo.

Y fue como si me arrinconaras de golpe. Sentí en mi espalda la desnudez de la pared, y la mía propia. Quise escribirte en la piel, bañarte y escribirte de nuevo, hasta el fin de mis días. Plasmarte cada sueño entre lunar y lunar. Contarte que un estudio sobre la psicología del autor distingue tres tipos de éstos: aquellos que crean un universo donde no existen las limitaciones que los restringen en la realidad, aquellos que vuelcan sus experiencias en sus textos y aquellos que imaginan unos personajes o un mundo al que normalmente tratan con crueldad. Pero, ¿para qué querrías tú saber todo eso?

-No sé si...
-Sí -corté-. Ya te he oído.

Y anhelé poder dibujarte el hilo de mis pensamientos en las puertas, en los cepillos de dientes, en las cuerdas de tender, en las cortinas de la ducha, en las cucharillas de café. Como hacía la chica de los ojos de perro azul de Márquez en las paredes. Pero, en lugar de eso, me quedé quieta. Y dejé que desviaras la vista y cambiaras de tema.

Aquella noche te observé mientras dormías del lado del corazón. Y yo, sobre mi pulmón perforado, te hablé como en sueños, y te desvelé mis secretos. No todos, porque me enseñaron que hay que dejar al lector con hambre. Y caí rendida, con miedo a tu ausencia al despertar. Porque, si tú me lees, no necesito más.


Desperté con el olor a tostadas pegado a la nariz y tu sonrisa ingenua desde la puerta. Así que, al fin y al cabo, that was just a dream. O eso dice la canción de REM.

sábado, 8 de junio de 2013

¿A quién le escribes?

La reconocí inmediatamente;
podría haberla reconocido en medio de una multitud.

Ernesto Sábato, El túnel.


Doblo con cuidado una camiseta mientras me pregunto cómo consigues estar tan cerca, y tan lejos a la vez. Como si aquello fuera a terminar con mis problemas. Como si el mundo se redujera en una fracción de segundo a esa cuestión irresoluble. He visto a mi madre hacer y deshacer maletas dos veces al año, durante diecinueve años, y su jerarquía se me ha quedado tan grabada a fuego en la memoria que ya no puedo imponer mi habitual caos a la actividad. ¿Qué estarás haciendo ahora? No tiene importancia. Doblo un pantalón vaquero roto. Mi madre odia esos pantalones. Mis pantalones preferidos. Los dejo a un lado. Supongo que me los pondré hoy, para darle un poco en la nariz cuando baje del tren.

El hilo conductor de nuestra historia es tan débil que me siento caer cada vez que una ráfaga de viento me envuelve en tus dudas. El borde del fin del mundo está tan cerca que casi puedo oler a la muerte llamándome a gritos para que deje caer la caja de música en su poder. Pero la rutina me mantiene anclada a la única parte segura de estos pensamientos tan quebradizos, y agarro fuerte la caja de música contra mi pecho para que nadie pueda arrebatármela.


Podría escribir un manual sobre cómo hacer una maleta sin dejarme una sola prenda por colocar en su adecuado nivel. Veamos, un capítulo entero dedicado a la ropa interior: bragas, calzoncillos, sujetadores y demás (sin olvidarnos de los calcetines, claro) deben ir al fondo. Suelen ser las prendas más íntimas y no suele gustarnos que los demás las vean, aunque hoy en día ya no sé qué pensar. En fin, que si por casualidad nos vemos obligados a abrir la maleta en la estación, no nos avergüence un tanga de leopardo en primer plano.


Las paredes de la habitación me gritan desde su desnudez inmaculada. Me quedan miles de historias por contar y no hago más que tropezar en la misma esquina del folio en blanco. Respiro hondo y me acaricio la frente. El día en que acaben los despiadados dolores de cabeza (te) escribiré algo que realmente valga la pena. Doblo otra camiseta. Normalmente, tras la ropa interior, colocamos los pijamas, porque tampoco queremos que nadie los olisquee desde su curiosidad insana. Y después, pues los pantalones, o las camisetas, o las dos cosas. Y las chaquetas. Y los zapatos van en la otra parte. Y... ¡¿qué importancia tendrá?! ¡¿Por qué me preocupo por la jerarquía de la ropa en una maleta?! Supongo que yo sería una de esas chaquetas viejas que da igual donde vayan puestas y de qué manera, porque voy a seguir tan pasada de moda y tan arrugada como siempre.


Cierro la maleta con un suspiro e intento levantarla en peso. Decido que voy a morir de camino a la estación. Y rezo porque sea nada más salir del portal y no subiendo al tren. Me siento en el frío suelo para calmar este corazón desbocado que relincha como los protagonistas del hipódromo justo antes de la carrera. Se me hielan los nervios, de plomo, y pienso en cuántos versos habré roto en aquel cuarto, cuántos habrán rozado aquel suelo, llorando tinta. No recuerdo en qué texto de Teoría de la Literatura leí que todo autor escribe siempre con la esperanza de ser leído por un público concreto. ¿Y quién es ese público?, me pregunto. ¿Para quién escribe un autor de best-sellers? ¿Acaso esas dedicatorias iniciales tan entrañables son ciertas? "Para mi mujer, Anita", "Para mis padres, por todo su apoyo". Guardad eso para los agradecimientos, si no es cierto, y contadle al mundo el motivo real de la inspiración: "A mi perro", "Al whisky", "A la puta sin nombre que me tiré en el baño de aquel asqueroso bar de carretera". Es difícil escribir si eres consciente de que quien tú quieres que te lea, no lo hará.


El asiento del tren parece mucho más cómodo tras la calurosa caminata. No siento los brazos. La habitación ha quedado desnuda y sola, como una amante rechazada, herida en su orgullo de femme fatale. El revisor me pide el billete y, mientras se lo doy, barajo la posibilidad de recitarle aquellas palabras de Amélie: "Sin ti, las emociones de hoy no serían más que la piel muerta de las de ayer". Pero me contengo. Mi cobardía no me permite averiguar si la respuesta sería una carcajada, una sonrisa o una cara de extrañeza, y me convence de que la última opción es la más probable en esta sociedad insensible. "¡Al cuerno la actividad poética!", parecen decir sus caras, "¿Acaso los versos se pueden comer?".


Me apago y pienso, durante unos segundos eternos, en cómo sería encontrarte en la estación. Uno de nuestros encuentros casuales, que no tienen nada de casualidad. Gritarte con la mirada mientras camino hacia la puerta, alejándome. Me quito esas absurdas de la cabeza. Qué idiota. Pero qué ganas tengo de gritarle a todo el mundo las cuatro verdades que me incendian por dentro. Qué difícil es escribir cuando no tienes nadie a quien escribirle. ¿A quién le escriben los poetas? A sus amadas, a sus rivales, a sus vivencias. Hay momentos en los que no tengo a nadie a quien escribirle. Y se me llena la habitación de versos rotos. Pero siempre queda algo, el motivo último de todo este mare magnum sin sentido, y vuelvo a llenarme de palabras.


Pero, ¿qué gracia tendría reconocer que...? Bajo del tren, y lo primero que dice mi madre al verme es "Joder, otra vez esos pantalones rotos". Bienvenidos a la realidad.