Te peleas con la casera,
y con los operadores de las compañías telefónicas,
porque todos se empeñan en rasgar hasta el último céntimo de paciencia.
Recibes mensajes en la plataforma electrónica de la Universidad que contienen una mierda de notas,
y miras a la pantalla, incrédulo, y le preguntas "¿Qué?", como el idiota que eres.
Y vas a la revisión de exámenes,
esperas tres kilos de tu preciado tiempo en la puerta de un despacho,
que se abre con un aliento gélido (porque un catedrático no puede vivir sin aire acondicionado),
y te da paso a la sonrisa burlona de alguien que te mira como si fueras la última mierda del planeta
(o quizás eso tendría más valor).
Y revisas el examen,
y te quedas con tu mierda de nota,
y te sientes así, como una mierda.
Vuelves a casa en tren,
después de que el revisor haya contado tres veces si te quedaban viajes en el bono
y te haya mirado como si fueras un ladrón.
Saludas a tus padres, saludas a tus hermanos, saludas a tu perro,
te acuestas en la cama,
y sólo quieres dormir, ni siquiera soñar.
Te levantas sin saber dónde estás,
ni qué estás haciendo con tu vida.
Ya no tienes ganas de volver a tu tierra,
porque cuanto más mayor te haces,
menos morriña (aunque nunca desaparezca).
Decides vivir sin reloj, maldito invento,
y evitas que lo urgente atropelle a lo importante (como decía mi profesor de Historia).
Y estoy harta del tiempo, del dinero,
del trato con los caseros y las compañías telefónicas,
de las revisiones de exámenes y la superioridad,
del tren, de las malas caras, del calor,
de no saber de dónde procedo,
ni a dónde me dirijo.
Y escribo, escribo para sacar de dentro todo,
para que unos (des)conocidos me lean,
y piensen lo que quieran pensar.