sábado, 10 de noviembre de 2012

No soporto tenerte cerca, y tenerte que imaginar.

Espero echado sobre la cama mientras un libro se me enfría en las manos. Es una historia buenísima, lo juro, pero hoy no tengo el día. Intento concentrarme en las páginas amarillentas, en ese agradable olor a viejo. Consigo avanzar unos párrafos. No puedo. Cierro los ojos y dejo que el libro, todavía abierto, caiga sobre mi pecho. El chirrido de la puerta rompe el silencio. Oigo cómo entra, cómo cierra el paraguas, cómo da dos vueltas a la llave. Y luego, sus diminutos y suaves pasos.

-Hola, mi amor -saluda-. ¡Qué frío! -y casi puedo ver cómo se frota las manos, intentando hacerlas entrar en calor.
-Hola -le respondo despacio, casi en un susurro. Y sonrío.

De nuevo sus pisadas de gorrión se dibujan en mis sentidos. Tic, tic, tic, tic. El sonido de la cerilla contra el cartón. Chasff. Y la puerta del baño se cierra. Continúo con los ojos cerrados y llega hasta mí el olor del incienso. Lavanda, creo. El olfato nunca fue mi punto fuerte. Ahogo un bostezo y me froto los párpados. Ella camina descalza hasta la habitación. Escucho atentamente cómo se desabrocha uno a uno los botones de la camisa, cómo se desliza la tela por sus brazos. La cremallera de su falda es demasiado estridente en el silencio absoluto de nuestras respiraciones. Noto cómo el colchón se desnivela cuando se sienta. Las medias se vuelven eléctricas al contacto con su piel mientras las desenrolla.

Se levanta. Clac. Los párpados se me oscurecen. Alargo el brazo y palpo hasta dar con el interruptor de la lámpara de la mesilla. Clac. Algo de claridad otra vez. Sé que sonríe. Se tumba en el colchón a mi lado. Noto su respiración en mi rostro en ese magnífico segundo justo antes del beso. Dejo que sus labios abran los míos en el roce. Y, cuando ella comienza a alejarse, coloco mi mano en su nuca y nos fundimos de nuevo.

Abro los ojos y nos sonreímos como idiotas. Me gusta su rostro recién desmaquillado, ese brillo especial en la mirada, sus pómulos sonrosados. Me envuelve el olor de su piel al final del día, natural, dulce, sin rastro alguno de colonias. Recorro su espalda con los dedos, titubeante, mientras me cuenta con un hilo de voz lo mal que le ha ido en el trabajo. Noto en sus hombros lo cansada que está. La beso, la beso una y mil veces. Terminamos de desnudarnos entre cada beso y nos hacemos el amor despacio, como mejor sabemos.

Se duerme acurrucada sobre mi pecho, con una mano entrelazada en la mía. Nuestros corazones laten a tan poca distancia que parecen a punto de acoplarse en un pitido infinito. Apago la luz con cuidado y beso su pelo. "Hasta mañana, mi amor", le susurro. Y de repente me pregunto con horror dónde habrá acabado el libro que tenía en las manos y, ¡mierda!, he perdido la página.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Ojos de océano.

El miedo a la página en blanco. Me quito el reloj. Cómo me invade. Me separo el pelo de la cara. Me hace diminuta, invisible. Suspiro. Me quema las manos heladas. Me da vueltas en las noches de insomnio. Me corrige la postura al andar. Sé que en algún momento desaparecerá. Mientras, debo empezar la historia así.

El otro día hablaron de las experiencias místicas en clase. Marta, desde la última fila, estaba embobada. Sólo podía pensar en la noche anterior. Recordó la búsqueda, el deseo. Las cervezas de más y aquellas sustancias tan peligrosas. Sus ojos de océano. Ella no fue consciente de su sonrisa, ni de sus manos en la cintura, hasta mucho después. Estaba clavada en su mirada. Antes de darse cuenta, el bar cerraba y la puerta de un piso se abría. Que si "qué bonito", que si "ojalá pudiera yo vivir en un sitio así". Que si me desabrocho la camisa, que si me quito los zapatos. Marta no sabía ni cómo se llamaba el chico que la recorría con manos impacientes. ¿Qué más daba? Se dejó llevar y desnudó aquella tormenta insaciable. El compás alterado, a contratiempo. La habitación desapareció a su alrededor. Todo eran piel y labios. Piel y labios, y su calor. El vaho le hizo cerrar los ojos durante unos segundos. Y, de repente, sintió cómo se fundían sus cuerpos, cómo tocaba el cielo con la punta de los dedos, cómo todo, piel y labios y calor, se convertían en electricidad.

Y el vacío.

Aquellos ojos de océano la miraban desde el más profundo éxtasis. Y ella se sintió morir. Se cubrió de vergüenza y de miedo. Esperó a que se durmiera, se levantó descalza y corrió hacia cualquier otra parte. Tembló bajo la lluvia hasta su solitaria habitación y se echó sobre la cama. Tembló toda la noche, sin saber explicar porqué.

Desde su oído izquierdo le llegó el comentario de su compañera:
-¡Qué místicos ni qué hostias! Esos lo que tenían eran orgasmos mal curados.

Y a Marta se le heló la sangre, se mordió el labio y estalló en una sonora carcajada. Habría que llamar a los ojos de océano e invitarlos a otra cerveza para poder curar aquella enfermedad tan misteriosa.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Pf.

El tres de Noviembre se escurre siempre entre suspiros, ridículamente rodeado por tu fugaz recuerdo. Qué frágil puede llegar a ser una sonrisa. Y cuánto pueden decir tus miradas. Hace un año me estaba preparando para recitar(te) un par de poemas que no fui capaz de terminar. Supongo que ya serán parte del vertedero de los poetas frustrados. Hay cosas que se aceptan sin rechistar.

Dibujar(te) con palabras se ha convertido en una tortura. Y cada vez me muero un poquito más. Ahora sólo me apetece leer(te) en los libros de otros. Dormirme con (tus) páginas en mi regazo. Soñar(te).