sábado, 21 de abril de 2012

El acorde final.

Las calles de una ciudad desconocida siempre parecen más seguras. Elena pasea con el libro ardiendo bajo el brazo. Ha llovido esta mañana, y todavía quedan charcos en la carretera. La gente entra en las tiendas, compra, sale y vuelve a entrar en otras. Una niña camina junto a su padre, sopla suave y ríe al ver las pompas de jabón gravitar. Elena explota una con la punta de los dedos. La pequeña la mira con curiosidad y ella le guiña un ojo. Su sonrisa se ensancha.

Al lado izquierdo de la calle, sentado en un portal, un vagabundo da agua a su perro en un vaso de papel. Un poco más allá, un violinista intenta ponerle banda sonora a la tarde de compras, y a su propia vida. Elena camina un poco más, y se sienta sobre el muro que rodea el caserón de algún magnate. Cruza las piernas a lo indio y abre el libro. Comienza a leer y la obra la absorbe.

Cuando se quiere dar cuenta, está de pie, recitando al viento los diálogos, las descripciones, las intervenciones del narrador. Modula la voz y el fuego de la historia incendia sus mejillas. De repente, calla. Cierra el libro y se marcha. Los pocos que se habían parado unos segundos escucharla se encogen de hombros y siguen con sus itinerarios.

Elena no vuelve al día siguiente. Ni al otro. Ni en mucho tiempo. Pero, casi un mes después, vuelve a echarse a la calles de aquella ciudad desconocida, para inundarla con su historia. Los rayos del sol se esconden tras los altos edificios. El vagabundo duerme abrazado a su perro lobo y el violinista ha ganado algo de técnica y mejor sonido. Elena no se sienta esta vez. Abre el libro por la página en que se había quedado y acaba la frase que había dejado a medias, casi en un susurro.

Algunos paran a escucharla y sonríen al reconocer la obra. Otros la miran con extrañeza. Y la mayoría no se percatan de su presencia. Desde el otro lado de la calle, alguien la observa detenidamente. Cuando llega al final, entre toda aquella gente con prisa, se desanima y cierra el libro. Alza el rostro y se encuentra cara a cara con Él.

-Te falta el acorde final -dice.
-Pídeselo a aquel violinista de allí.
-Creo que tú lo afinarás mejor.
-Sabes perfectamente cuál es el acorde final, lo has escuchado miles de veces. ¿Para qué una más?
-Quizás esta es la definitiva...
-O quizás vuelvas a irte.

Sus ojos se tornan culpables. Ella evita mirarlo.

-Es posible -afirma Él-. Pero, ¿quién sabe? A lo mejor éste es nuestro destino, que las casualidades nos unan y separen... Quizás ésto es lo que debe pasar.
-¿Lo dice en serio? -responde Elena, haciendo del diálogo del libro sus propias palabras.
-Desde que nací, no he dicho una sola cosa que no sea en serio -dice Él, siguiendo el juego.
-¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?

Ambos ríen. La complicidad de cientos de miradas vuelve a instalarse en sus ojos. Él le coge las manos con delicadeza y le susurra observando sus iris canela:

-Toda la vida.


Aún mucho tiempo después se repetiría una situación parecida. Él volvería a por ella y le pediría el acorde final. Y esa vez, como todas las veces anteriores, lo haría con la frase de un personaje de novela. La que, a sus noventa años, podría considerar la última.

-Niña mía, estamos solos en el mundo.

martes, 17 de abril de 2012

Uno de esos locos.

El atardecer nos sorprende todavía enlazados sobre las sábanas. Un color rojizo inunda las paredes y nos rodea. Tumbado sobre la cama, observo cómo se levanta. El sol recorta su silueta frente a la ventana. Una suave brisa acaricia su piel morena, y siento celos, como si el aire de mis pulmones fuera el único con derecho a rozarla. Me mira y se me clavan sus pupilas marinas en el alma. Sonreímos, sonreímos como dos tontos a punto de caer desde el precipicio más alto de la ciudad. Puede que el cielo esté cubierto de hermosas nubes. O que esté pintado de ese azul intenso que tanto me gusta. ¿Qué más da? Mis ojos no pueden apartarse de Ella. Lo sabe. Me lanza un beso y desaparece tras el biombo. Veo entre las rendijas cómo esconde su cuerpo bajo las ropas.

La poesía murió hace tiempo en la guerra. Y soy uno de esos locos poetas que todavía intenta resucitarla entre sus labios.

sábado, 14 de abril de 2012

La emoción del arte es impersonal.

La poesía no es un nudo de emoción que nos rodee, sino una huida de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino una huida de la personalidad. Pero, por supuesto, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que significa escapar de tales cosas.

T.S. Eliot, La tradición y el talento individual (1919).

lunes, 9 de abril de 2012

There's nothing worth running for.

No hay manera. No hay forma humana de controlar esto.
Los huracanes que destrozan mis cimientos.
Se desmoronan mis ciudades. Mis ideas tan cuidadosamente edificadas.
Las notas del piano me destrozan los oídos.
Y tu mirada.

Todavía no comprendo cómo pueden hablar de amor
como si fuera algo tan ligero, tan dócil, tan fácil.
Todavía quedan resquicios de tus palabras
que esperan ser pronunciadas algún día.
Y tus labios.

Mátame. Mátame de una vez por todas. O desapareceré.
Estaría ya muy lejos de no ser por ese pánico a la estaciones.
Nunca llegaré a comprender la mezcla entre la felicidad de la llegada
y la amargura de la despedida en el ambiente. Aeropuertos, buses, trenes.
Y tu sonrisa.

Ya no hay nada que valga la pena.
Nada por lo que luchar, nada por lo que gritar.
Ni siquiera consiguen meternos el suficiente miedo como para echar a correr.
No hay nada por lo que valga la pena correr.
Excepto...