domingo, 31 de julio de 2011

Arena y sueño.

He de admitirlo: a veces, pienso en ti. Mentiré y diré que no me suele ocurrir a menudo, sólo en momentos como este, cuando el mundo parece haberse callado por fin y sólo me acompaña la melodía gris de las teclas de un piano que confunden blanco y negro. Por supuesto, música reproducida en el ordenador. Las manos me tiemblan demasiado para tocar. Lo han hecho durante todo este tiempo. Y ya no creo que puedan parar.

La cama parece agrandarse cuando me decido a levantarme. Y no consigo alcanzar el borde. Me hundo en el colchón. Mi mundo se reduce entonces a cuatro paredes invisibles que me asfixian. Claustrofobia. Me cuesta respirar. En realidad, nunca aprendí a respirar bien, siempre lo hago a trompicones. Respiro hondo y expulso el aire lentamente. Repito la operación dos, tres, cuatro o cincuenta veces, no sé, he perdido la cuenta. Estoy demasiado cansada para pensar bien, y aunque todavía es pronto, se me cierran los párpados.

Oigo martillazos. Quizás sea el ruido del cerebro que intenta arreglar el corazón destrozado. No sé, tampoco importa. Estoy en una montaña rusa gigante que justo en ese momento se lanza en una caída libre sin frenos, sin raíles, sin vagones. Vuelo. Aprieto los puños instintivamente, me clavo las uñas. Tengo las manos heladas. Planeo sobre las casas hasta alejarme de la ciudad, en busca del mar.

Aterrizo cerca de la playa y nado hacia la orilla. Me dejo caer en la arena, exhausta. Está anocheciendo. Veo cómo el sol se torna rojo fuego y tiñe el cielo de color violeta. Miro alrededor, en busca de ayuda, y entonces me encuentro con tus ojos. Por un momento, quiero desaparecer, que no me encuentres, que te marches sin más. Alzas una mano y saludas, todavía impresionado. Yo simplemente te observo. Me siento en la arena con dificultad. Te acercas y te agachas. No dices nada. Sabemos que esto no es real.

Entonces, como si fuera lo más natural del mundo, me coges la mano y la envuelves en la calidez de las tuyas. Veo cómo se abren tus ojos y leo lo que estás pensando: "Está helada". Me abrazas entonces, cubriéndome todo lo que puedes. Paro de temblar. Te miro y sonrío. Me devuelves el gesto. Y nos quedamos mirando el mar. Nunca te he preguntado si te gusta el mar. Espero que sí, porque pasamos horas frente a ese mar que se bate en retirada con la marea.

Y en medio de esa calidez y esa paz que me transmites, se me vuelven a cerrar los párpados. Justo antes de irme, te miro fijamente, con la sonrisa torcida, y te recuerdo que no te echo de menos, que no eres tan importante para mí. Me duermo.

Cuando me despierto la luz del amanecer se filtra por la persiana y oigo a los gorriones piar como locos. El ordenador se quedó sin batería hace mucho y descansa a los pies de la cama. Me estiro como un gato y ruedo hasta el borde de la cama, que mantiene su medida. Bajo los pies y me levanto. El suelo está frío. Lo estoy consiguiendo, he vuelto a la realidad. Entonces descubro que tengo las manos llenas de arena. Odio la arena, pero sonrío. ¿Hasta qué punto sabíamos que aquel momento no era real?

viernes, 29 de julio de 2011

Existimos mientras alguien nos recuerda.

En una ocasión oí comentar a un cliente habitual en la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra memoria al que, tarde o temprano -no importa cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos, cuánto aprendamos u olvidemos-, vamos a regresar. Para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre los pasillos del Cementerio de los Libros Olvidados.

La Sombra del Viento, Carlos Ruiz Zafón.

Y ahora, modificando esa última parte, diré que: para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que encontré entre las estanterías repletas del libros que mis padres me dejaron explorar a mis anchas aquel verano, hace tres o cuatro años, subida a una banqueta y con una sonrisa permanente dibujada en la cara. He vuelto a tomar ese libro entre mis manos este verano. He navegado entre sus páginas, he caminado al lado de sus personajes, he temido por sus vidas y me he sorprendido al descubrir sus verdades. Y hoy, al terminarlo, tras haberlo entendido muchísimo mejor, me miro por dentro y noto que tengo el corazón rejuvenecido, como si hubiera vuelto a mis catorce años, con un corazón entero e inocente.

Ese libro pasará por las manos de muchos como otro cualquiera, sin llegar a tocarles una fibra del alma. Pero a mí me la robó entera y me la robará siempre que caiga en sus páginas, porque sé que volveré a leerlo algún día. Puede haber libros mejores, quizás, con más técnica, mejor estilo y un argumento más interesante. Puede, no lo niego. Pero a mí La Sombra del Viento me acompañará toda la vida.

martes, 26 de julio de 2011

Assassin is born.

Están en un callejón sin salida, devorándose los labios, cubiertos por la característica niebla londinense entre la que siempre quisieron vivir y que ahora les proporciona el escondite perfecto. Se besan con necesidad, más que con amor. Como si no tuvieran más remedio que dejarse llevar por la lujuria. Como si fuera la única solución posible. Como si aquella enfermedad les hubiera consumido y necesitaran comerse uno al otro para sobrevivir. Leire los observa con frialdad. Se acerca, sin preocuparse por imitar el sigilo gatuno de quien irrumpe sin permiso. En realidad, desea ser vista cuanto antes, deleitarse con sus caras de sorpresa, con sus miradas de súplica. Sus pasos suenan como truenos en el silencio de la noche, únicamente roto por la respiración acelerada y entrecortada de los amantes, el fluir de su saliva en cada beso y los golpes sordos de sus espaldas contra la pared. Se apoya en la pared opuesta a donde se encuentran ellos. Lentamente, lleva la mano izquierda a su espalda y agarra el revólver amarrado a su cinturón. Pesa. Apunta a los amantes. Quita el seguro. De repente, ellos asesinan su beso con un ruido hueco y se giran a la vez con los ojos muy abiertos, la mirada perdida de pánico. La adrenalina hace su aparición en las venas de Leire y le dibuja una sonrisa torcida en el rostro. La muchacha se adelanta unos pasos y comienza una letanía de súplicas desesperadas. Leire la mira con desprecio.

-Tú calla, puta -le dice.

A continuación, agarra el revólver con las dos manos y aprieta el gatillo, que le abrasa los dedos. La bala atraviesa el abdomen del hombre que, atónito, se lleva las manos al vientre que se colorea al instante del mismo rojo carmesí que la sangre que escupe por la boca. Su cuerpo cae como plomo en las baldosas. La chica ahoga un gemido en la garganta y se lleva las manos a la cara cubierta de lágrimas. Las rodillas temblorosas le fallan y cae al suelo. Leire se acerca a ella y le propina una patada.

-¡Las manos fuera de la cara, y deja de llorar! -le grita.

Se sienta sobre el vientre de la muchacha y le paraliza las piernas. Ésta, pálida y temblorosa, quita las manos de la cara y deja caer los brazos sobre el suelo, derrotada. Leire disfruta el segundo, se relame. Con parsimonia, lleva la mano derecha hacia su espalda y aferra el cuchillo que cuelga del cinturón. Se lo enseña a la muchacha sin nombre. Sonríe. La adrenalina vuelve a cabalgar en sus venas, como una estampida de rinocerontes cabreados. La chica patalea y se revuelve inútilmente.

-Para, te estoy haciendo un favor. Así aprenderás a no enamorarte nunca más.

Consigue paralizarla completamente con el brazo izquierdo mientras corta y abre la camisa de la muchacha hasta la altura del pecho con el derecho. Sus senos aparecen libres, firmes y moteados de manchas rojas, producto de los succionadores besos del amante muerto. Sostiene la mirada de Leire unos segundos que se hacen eternos. Ella coloca la punta del cuchillo sobre el lado izquierdo del pecho que, al respirar, provoca un corte sobre la piel blanquecina y hace que un fino hilo de sangre emane de la herida. Acto seguido, sin previo aviso, incitada quizás por el olor metálico del fluido, clava con todas sus fuerzas el cuchillo en el pecho de la joven y lo mueve hacia abajo, abriendo su piel. Un alarido corta el aire, agudo, intenso. Leire continúa con la operación hasta partir alguna costilla y conseguir hacerse hueco entre el mejunje. La muchacha apenas se mueve ya, la mira con los ojos muy abiertos, todavía sin creer lo que está sucediendo, y gime en un tono casi inaudible. Leire clava su mirada en ella mientras introduce su mano en la herida. Con mano experta, busca a tientas hasta dar con el órgano. Lo agarra y aprieta débilmente. A la muchacha se le desencajan los ojos de las cuencas y grita de dolor. Leire se ríe por encima del aullido y, con un giro experto, arranca el corazón de la joven. Lo sostiene en su mano.

-Uno, dos, tres, cuatro, cinco -cuenta cada latido-, seis... siete... ocho.

El corazón deja de latir al tiempo que la cabeza de la muchacha cae a un lado, muerta. Leire se levanta. Observa el órgano ensangrentado casi con respeto, como a un igual. Luego, saca de su mochila una pequeña caja e introduce el corazón en la solución UW que contiene. Lo cierra con sumo cuidado y lo guarda de nuevo en la mochila. Después dibuja en la frente de las víctimas un ocho, ayudándose del cuchillo. "Un número difícil", se dice a sí misma. Después, sin sigilo, como un transeúnte cualquiera libre de culpa, se dirige hacia el metro, que hace desaparecer la luz del sol que amanece tras los edificios de la capital.

lunes, 18 de julio de 2011

Sólo vosotros.

Siempre fuisteis, sois y seréis... especiales, únicos y maravillosos.


No es una despedida, es un hasta luego, un nos vemos. Quiero pensarlo así.  Porque, ¿sabéis?, aunque pasen cuarenta años, no podré olvidarme de muchos momentos que vivimos juntos. Y siempre estaréis aquí dentro, en el recuerdo, en el corazón.

Que sólo quede la amistad, y vuestras sonrisas.

sábado, 16 de julio de 2011

Expecto Patronum.

Tan débil. Tan vulnerable.


Puedo parecer una puñetera friki, pero no podía dejar pasar la oportunidad de hablar de una saga de libros que ha marcado una parte muy importante de mi vida. Harry Potter no es una saga que brille por su narrativa. Pero son siete libros que han sido capaces de llegar a más de medio mundo, de hacernos creer en la magia con lo difícil que es en estos tiempos.

Hemos deseado tener una varita de Olivanders, comprar una lechuza, vivir en Howgarts, conocer a Dumbledore y a Macgonagall, encontrar la piedra filosofal, luchar contra el Basilisco, temer a la petrificación de los "sangre sucia", conocer al profesor Lupin, liberar a Sirius Black, luchar contra dementores, dragones, sirenas, conseguir la Copa de los Tres Magos, viajar en el traslador y ver la resurrección de Lord Voldemort, llorar con la muerte de Cedric, no entender a la señorita Chang, querer formar parte de la Orden del Fénix, odiar a Umbridge con toda el alma, no entender al Ministerio de Magia, descubrir la verdad sobre el alma de Voldemort, buscar los Horrocruxes, destruirlos, asistir a la guerra más esperada en diez años y a la muerte de los personajes que han marcado una vida.

Y no digo más... porque sería una spoiler.

Empecé a leer los libros de Harry Potter con siete añitos, y ahora con diecisiete acudo a su fin casi con lágrimas en los ojos. Digo adiós a una parte de mi vida que siempre recordaré con el "Wingardium leviosa" de primer curso. Aunque yo seguramente, de no ser una muggle, habría estado en la casa de Ravenclaw.

Quiero destacar al personaje (para mi gusto) más enigmático en los libros y mejor caracterizado en las películas: el profesor Severus Snape. Una maravilla. A Bellatrix Lestrange, por su oscuridad y ese porte... que siempre me ha llamado la atención. Y a la pequeña Lunática Lovegood, que siempre aporta ese punto de locura necesario entre tanta valentía, tanto miedo y tanta sensatez. Quizás debería hacerle un hueco en este blog con alguna de sus frases.

En fin, ¡¡que viva la Generación de Harry Potter!!

lunes, 11 de julio de 2011

El único al que siempre volveré.

Noto pequeños besos en mis mejillas. Intento darme la vuelta para alejarlos y seguir durmiendo. Interpongo una mano entre el dueño de esos labios y mi moflete.

-Vamos, princesa, ya es de día -susurra.

Abro los ojos despacio. Primero uno. Luego otro. Los vuelvo a cerrar.

-Sólo un poquito más -suplico.

Ríe. Noto cómo su cuerpo se aleja. Abro los ojos asustada y entonces veo su rostro a unos centímetros del mío.

-Buenos días.
-Mmm... buenos días -replico de mal humor.

Se levanta una pequeña brisa y una fina capa de arena choca contra mi piel. Entonces, contemplo nuestra desnudez en medio de la playa desierta y me asalta el recuerdo de la noche anterior, donde competimos con parejas imaginarias por conseguir silenciar con gemidos el sonido del mar en nuestros oídos. Veo sus dedos jugando en mi vientre, en los huesos de mi cadera, y me sonrojo.

-¿Qué hora es? -pregunto.
-¿No eras tú la que no podía vivir sin reloj? ¿Dónde te lo has dejado?
-Me lo quitaste anoche, ¿recuerdas? Dijiste que nunca acabaría, que se prolongaría hasta el infinito, pero te equivocaste.

Un escalofrío recorre mi espalda cuando noto sus dedos bajar por la parte interior de mis muslos. Cierro las piernas y me siento. Me mira divertido, con la mano aprisionada. El sol aún está muy bajo, calculo que serán las seis de la mañana. Libero su mano. Él se sienta detrás de mí y me abraza. Me dejo envolver y mecer por sus brazos, apoyo mi cabeza en su hombro y contemplo el amanecer sobre el mar.

El sol nace de las suaves olas que mueren en la orilla, a nuestros pies. Y cientos de pájaros se elevan en el cielo y cantan como si quisieran darle los buenos días a un mundo que ya está demasiado cansado para responder. Siento cómo los débiles rayos rozan nuestra piel, llenos de calidez.

-¿Sabes? Siempre quise ser un pájaro -digo en voz alta. Nadie me responde-. Los pájaros son libres, vuelan de acá para allá sin tener que dar explicaciones, ven los paisajes más hermosos...

Sé que él no me está escuchando. Me oye, pero no me escucha. Por un momento, me siento sola. Ojalá pudiera coger carrerilla y echar a volar, perderme con las bandadas que sobrevuelan el mar y buscar la línea del horizonte hasta llegar al fin del mundo. Miro al sol fijamente, con los ojos muy abiertos. Cuento despacio hasta cinco y aparto la mirada. La imagen entonces cambia, y en medio de las aves veo un punto azul oscuro, casi negro, que se mueve entre ellas al tiempo que marcan mis ojos. Y pienso que algún día yo seré ese punto.

Me doy la vuelta y veo su mirada perdida en los millones de gotas que forman el mar.

-¿Qué piensas? -le pregunto.
-Quizás debería abrir tu jaula y dejar que vueles. Pero, la libertad es tan peligrosa... y tengo tanto miedo de que no vuelvas.

Me escabullo en el silencio. Desaparezco. Mi mente abandona mi cuerpo y me dejo llevar por el viento. Mi  corazón tiembla. Tardo veintitrés segundos en tomar posesión de mí misma de nuevo. Me doy la vuelta y lo aprisiono contra la arena. Sujeto sus manos por encima de la cabeza. Nuestras narices se tocan. Noto su aliento cálido en mi boca.

-Escúchame atentamente porque sólo voy a repetirlo una vez. De todas las cosas que conozco en este mundo, sólo hay una que realmente me da libertad, y ese eres tú. El único al que siempre vuelvo. El único al que siempre volveré.

No le beso. No le digo que le quiero. Simplemente dejo caer mi cabeza en su hombro y aspiro su olor una vez más. De repente, en el silencio que sigue a esa confesión brutal, oigo cómo las persianas suben y los edificios despiertan. Algunos deportistas madrugadores se acercan peligrosamente al lugar donde descansan nuestros cuerpos. Ambos nos miramos un segundo, con pánico y vergüenza. Con diversión.

-¡Corre! -le grito.

Nos levantamos, cogemos rápidamente la ropa y nos abalanzamos a la carrera hasta una de las casas de alquiler en primera línea de playa. Busca la llave en los bolsillos del pantalón y abre. Mientras cierra la puerta, ya he dejado la ropa a un lado y le espero en la puerta de la habitación. No hace falta decir nada. Se acerca y nos besamos rápido, con necesidad, devorándonos los labios entre risas. Y, justo en el momento en el que caemos sobre la cama, siento cómo nuestros cuerpos se elevan por la fuerza de nuestras alas y la adrenalina propia de una montaña rusa recorre mis venas hasta la caída libre del orgasmo.

Sé que me iré de nuevo, que volveré a dejarle solo, porque soy como un gorrión callejero, que muere si está encerrado demasiado tiempo. Pero sólo en sus brazos encuentro el poco calor que puede aportarme esta puta vida. Sólo él entiende porqué me voy. Y sólo a él he de volver.


viernes, 8 de julio de 2011

Colibrí.

-No sabéis lo que decís, el colibrí no es un pájaro cualquiera. Su corazón late a mil doscientas pulsaciones por minuto. Mueve las alas ochenta veces por segundo. Si no se le dejara mover las alas, moriría en menos de diez segundos. Esto no es un pájaro cualquiera, ¡es un puñetero milagro! Han estudiado cómo mueven las alas a cámara lenta. Y, ¿sabéis qué han visto? Lo hacen con los extremos de las alas. ¿Sabéis qué simboliza el ocho en matemáticas? ¡¡INFINITO!!

Fragmento del Capitán Mike en El curioso caso de Benjamin Button, del director David Fincher y guión de Eric Roth.


Tú siempre fuiste un colibrí, pequeña. Y por ello debes cuidar tu libertad. Que nadie atrape tus alas, ni tus sueños. Vuela lejos... más allá del infinito.

jueves, 7 de julio de 2011

Una locura última del corazón.

Florentino Ariza, endurecido de tanto sufrir, asistía a los preparativos del viaje como hubiera asistido un muerto a los aprestos de sus honras fúnebres. No le dijo a nadie que se iba, no se despidió de nadie, con el hermetismo férreo con que sólo le reveló a la madre el secreto de su pasión reprimida, pero la víspera del viaje cometió a conciencia una locura última del corazón que bien pudo costarle la vida. Se puso a la media noche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con el violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los primeros compases empezaron a ladrar los perros de las calle, y luego los de la ciudad, pero después se fueron callando poco a poco por el hechizo de la música, y el valse terminó con un silencio sobrenatural. El balcón no se abrió, ni nadie se asomó a la calle, ni siquiera el sereno que casi siempre acudía con su candil tratando de medrar con las migajas de las serenatas. El acto fue un conjuro de alivio para Florentino Ariza, pues cuando guardó el violín en el estuche y se alejó por las calles muertas sin mirar hacia atrás, no sentía ya que se iba la mañana siguiente, sino que se había ido desde hacía muchos años con la disposición irrevocable de no volver jamás.

Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera.

martes, 5 de julio de 2011

Un sólo corazón.

En verano los atardeceres son mucho más bonitos. Y es muy sencillo explicarte porqué...

Después de un largo día expuesto a temperaturas que sobrepasan los límites del infierno, su final sabe a gloria. Sentados sobre las rocas de alguna playa remota, alejada de la civilización, la globalización, el turismo y la crisis, Blanca se acurruca entre los brazos de Manuel. El sol mece las olas al rozarlas suavemente con sus rayos; y éstas chocan contra las piedras y salpican los pies de los amantes, cubriéndolos de pequeñas gotas cristalinas. Una suave brisa revuelve el pelo de Blanca y eleva sus cabellos en el aire, delante del rostro de Manuel. Ambos contemplan absortos el anochecer. Blanca, con sus ojos azules abiertos de par en par, fotografiando en su retina la imagen para guardarla en el álbum de sus recuerdos. Manuel, entre los mechones de Blanca, aspirando su aroma, sintiendo cada uno de los latidos de su alocado corazón.

El tiempo pasa más rápido de lo que a ellos les gustaría, y el sol se esconde bajo la línea del horizonte antes de que se den cuenta. Una oscuridad absoluta los envuelve. La piel de Blanca se eriza en el frío de la noche. Manuel la abraza más fuerte. Sonríen.

-Quizás deberíamos irnos, empieza a hacer frío -dice con pesar él.
-Sólo un ratito más, hasta que salgan las estrellas -suplica ella.

Manuel asiente. En realidad no quiere irse. Entonces aparece la luna a lo lejos. La luna sobre el mar siempre es más hermosa, más pura. Su luz blanquecina ilumina a la pareja que se funde en un sólo corazón. Pequeñas estrellas dejan ver su dulce resplandor poco a poco, hasta hacerse un manto de la noche que quita el frío a los intrépidos amantes.

-¿Sabes? -interrumpe Blanca con voz suave-. Seguramente la mayoría de las estrellas que estamos viendo ahora mismo ya se han apagado.
-Yo sé de una que nunca se apagará.
-¿En serio? -Blanca se yergue, intrigada-, ¿cuál?, ¿cómo lo sabes?
-La tengo entre mis brazos.
-Ese era un piropo fácil -dice Blanca desilusionada.

Y, aunque se hace la enfurruñada, sonríe y se sonroja levemente. "Una estrella, qué cosas tiene", piensa. Vuelven a mirar el cielo, rodeados de un silencio roto únicamente por el sonido de las olas, el canto permanente del mar. De repente, una estrella fugaz cruza el cielo y se pierde en el horizonte, como si hubiera caído a las profundidades del mar para ser custodiada por las sirenas.

-Ahora me dirás que las estrellas fugaces no son más que meteoros -dice Manuel con voz de documental-, trozos de rocas interplanetarias que chocan y se incendian, provocando intensos flashes de luz al entrar en la atmósfera terrestre.
-No tonto, la estrellas fugaces existen. ¿Has pedido tu deseo?
-No necesito pedirlo, tengo todo lo que quiero en este instante. ¿Y tú, qué has pedido?
-Si te lo dijera no se cumpliría.
-Vamos, dímelo, una flamígera roca voladora no va a hacer que se cumpla tu deseo.
-Es posible que no. Pero, ¿y si lo hace?
-Algún día cazaré una estrella fugaz y te la regalaré. Entonces me dirás lo que pediste, ¿vale?
-De acuerdo.

Blanca sonríe. Él nunca sabrá que lo que ella ha pedido es ver muchos atardeceres más juntos. Un deseo muy simple, quizás. Manuel mira sonriente los ojos brillantes de ella, siempre soñadores. De repente, siente una necesidad tremenda de saber...

-¿Me quieres? -pregunta.
-Sabes que no -responde ella. A continuación, se da la vuelta y lo mira fijamente. Se acerca despacio hasta que sus narices se tocan y deja que sus labios se rocen-. No te quiero. Te necesito. Te adoro. Te amo. Más allá del infinito. Y eso se queda corto.

Un sólo corazón.