jueves, 31 de marzo de 2011

Tongue twister.

How many cuckoos could a good cook cook, if a good cook could cook cuckoos?



Más rápido, más rápido, más rápido. Mucho más rápido. Mááás. Me encanta.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Y no un crimen pasional.

No sigo tu velocidad, siempre me quedo atrás.

Ya no sé en qué mundo vivo. Me quedo despierto hasta tarde, buscándola, y no aparece. Se me acumulan más noches que a la luna y me sé de memoria las constelaciones que podríamos ver juntos cada día del año. ¿Qué puedo hacer? No sé si va a volver. Puede que se quede en ese espacio atemporal que ha creado en sus sueños para no ver la cruda realidad. Quizás algún día se de cuenta de lo mucho que tiene al alcance de su mano. Quizás no. Intento sonreírle, pero se me queda el gesto es una horrible mueca. Sus ojos está nublados y sé que, aunque lo intente cada día, ella no me verá. No existo en su perfecto mundo paralelo. Y a mí me tiemblan las piernas cada vez que encuentro una pequeña pista de dónde encontrarla. Y no me atrevo, no me atrevo a seguirla. Eso está demasiado lejos para mí. Demasiado alto. Y mis alas son diminutas.

Amelie, no me enseñaste a volar. Te faltó eso. Mi corazón no arde, no. Mi corazón es una bomba atómica a punto de explotar. Y tiene demasiadas caras ocultas. Pero todas te pertenecen, de alguna manera. Y mientras a ti se te queda pequeño el cielo, yo me trago todos mis miedos y te sigo. Me lanzo al precipicio. Ahora o nunca. Te veo a unos milímetros escasos, sosteniéndome en el aire. Has vuelto, por fin. O yo me he ido contigo. No importa. Estás aquí. Se enredan nuestras miradas. Y, de repente...

Aprietas el detonador, volamos alto.

Y me dejas caer.

Es tu plan perfecto para mí. Pero, ante todo, que parezca un accidente y no un crimen pasional.

martes, 29 de marzo de 2011

En este edén...

La miró con los ojos entrecerrados y brillantes, y le dijo:

-Niña mía, estamos solos en el mundo. En este espacio que hemos creado, ese lugar que sólo conocemos tú y yo. Donde no somos lo que los demás quieren que seamos, sino lo que nosotros mismos guardamos en el interior de nuestra alma. En este paraíso fuera del alcance de miradas indiscretas y reproches sin sentido. Donde no hay que elegir, porque lo podemos tener todo. Niña mía, estamos solos en el mundo. Sólo tú y yo sabemos de su existencia. Sólo yo sé que eres tú quien lo mueve y le da vida. No hay sitio más hermoso que este, ni melodía más bella que la de nuestras miradas curiosas en la claridad de la madrugada. No hay tacto más suave que el de tus manos, ni olor más dulce que la frescura de tu piel. Niña mía, estamos solos en el mundo. En este edén que sólo nos pertenece a ti y a mí. Formamos ese nosotros que no acaba de formarse, pero que es tan claro como una fina gota de lluvia. No quiero huir nunca de aquí, no quiero ser nunca yo, sin ti. Niña mía, estamos solos en el mundo... y quiero que siempre sea así.

lunes, 28 de marzo de 2011

Por siempre jamás.

Jaime Bernabé se acercó a la entrada y traspasó las puertas automáticas que se abrieron para él con un molesto chirrido grave. El olor a desinfectante y plástico se introdujo en sus fosas nasales sin remedio, arrugó la nariz y caminó lentamente hacia el ascensor. Odiaba los hospitales.

Las puertas del ascensor se abrieron por fin y entró. Pulsó el botón de la sexta planta. Las puertas se cerraron y comenzó a subir. Paró en el tercer piso. Se subieron dos enfermeras y un hombre de barba blanca.

-Buenos días, doctor -dijeron al unísono las chicas de bata blanca.
-Buenos días -respondió él.

El hombre de barba blanca miraba sus zapatos, distraído. Pronunció un débil "Hola" que nadie llegó a oír. Las enfermeras cuchichearon en voz baja sobre algo que el doctor Bernabé tampoco llegó a escuchar, aunque lo intentó. La edad había hecho estragos en su oído. El ascensor paró en el quinto piso y todos bajaron, dejando solo de nuevo al anciano doctor. Era una rutina casi diaria. Siempre se encontraba con las mismas enfermeras cotillas. Siempre se encontraba con aquel hombre de barba blanca callado y pensativo.

El ascensor llegó al sexto piso y dejó a Jaime Bernabé enfrentándose al largo pasillo azulado. El doctor traspasó las puertas rojas. En un pequeño cartel a la izquierda se leía "Habitaciones 784 a 856". Caminó por el pasillo con pasos inseguros. Tuvo que parar un par de veces para apoyarse en la pared. Sudaba. Le temblaba todo el cuerpo. Algunos médicos con informes en las manos y auxiliares con carritos llenos de jeringuillas, vendas, brebajes y demás porquerías pasaron a su lado. Lo saludaron solemnemente. Y él les devolvió el saludo, intentando mantener la compostura.

Llegó por fin a la habitación 823. Colocó la mano sobre la manilla y se dió cuenta de que el parkinson se había acentuado en las últimas semanas. Apartó aquel pensamiento de su mente y abrió la puerta. Oyó la máquina antes de verla. Un irritante "pi, pi, pi, pi..." que, en contra de toda lógica, nadie deseaba ligar en una sola nota. Cerró la puerta con cuidado. Se quitó la chaqueta y la dejó en el sillón. Luego, se acercó a la cama. Las sábanas blancas cubrían el menudo cuerpo de Maika Soria.

-Hola, pequeña -dijo Jaime Bernabé.

Ella le sonrió débilmente. Tenía un fino tubo en las fosas nasales que le proporcionaba oxígeno. El anciano echó un vistazo a los brazos de su esposa. Tenía tres vías en el derecho y dos múltiples en el izquierdo. Daba grima ver cómo las agujas se clavaban sin compasión en la piel arrugada y llena de manchas de la que seguía siendo la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra, aún con sus ochenta y dos años. Jaime Bernabé le acarició las yemas de los dedos.

-¿Te han hecho mucho daño mientras no estaba? -ella negó con la cabeza, casi imperceptiblemente-. Eso está bien.

Se quedó callado un buen rato, sin apartar los ojos de su esposa, ni ella de él. El silencio sólo era interrumpido por los carritos que pasaban a todo correr por el pasillo o por los gritos del hombre de la habitación de enfrente, que llevaba allí más de seis meses, pidiendo auxilio y diciendo estar secuestrado. Entonces, Maika Soria apartó la mirada cuando él se dispuso a comprobar los niveles de sueros y medicamentos que le inyectaban en vena. Por la ventana se veían las primaverales hojas verdes de un árbol, suavemente balanceadas por la brisa. Maika entrecerró los ojos cuando el sol la descubrió.

Estaba pálida y huesuda. Y no había nada que salvar dentro de ella. No entendía por qué los médicos se empeñaban en dejarla allí ingresada. Ni por qué su marido no hacía nada por impedirlo. Jaime Bernabé había ejercido durante cuarenta años como médico en aquel hospital, toda la plantilla lo conocía, todos habrían hecho lo que él les hubiera pedido. Todavía no entendía por qué él no acababa con aquella historia. Jaime Bernabé leyó en los ojos de su mujer aquella pregunta no formulada.

-No quería que te fueras. Todavía no.

Ella asintió y se empezaron a formar lágrimas en sus hundidos ojos verdes. Había hablado en pasado. Por fin la iba a dejar marchar, como ella le había pedido si sucedía lo peor. Jaime Bernabé se enjuagó las lágrimas y le dijo:

-Pero, ya es hora de que nos vayamos juntos, aquí no hay nada que hacer, ¿no?

Una lágrima comenzó a rodar por la mejilla de su esposa que, incapaz de moverse, dejó que llegara hasta su barbilla y se perdiera en su cuello. Jaime Bernabé se acercó a ella y le quitó el tubo que le proporcionaba oxígeno. La besó en la frente.

-Te prometo que nos veremos en un par de minutos.

Ella alzó un poco la cabeza, apenas un par de milímetros, pero él supo interpretar el gesto y se acercó suavemente a sus labios. Fue un roce ligero de dos labios arrugados, agrietados y ancianos, pero fue un beso cálido, único.

-Te... a... amo -dijo ella entrecortadamente.

Jaime Bernabé desconectó la irritante máquina y sacó lentamente una jeringuilla de su bolsillo. Se levantó la manga de la camisa y encontró la vena sin dificultad. Se inyectó el pequeño tubo de aire y la dejó a un lado. Ninguno de los dos comenzó a boquear o a convulsionarse. Esperaron tranquilos el momento de irse. Jaime Bernabé paró su reloj de bolsillo, lo puso en las manos de Maika Soria y las cubrió con las suyas. Se miraron un último segundo antes de cerrar los ojos y se quedaron allí, congelados en el tiempo y el espacio, por siempre jamás.

viernes, 25 de marzo de 2011

Improvisación.

Subo las escaleras despacio, cargada con la mochila, el chaquetón y el estuche de mi pequeña. Huele a madera y a resina. El tercer piso siempre suena distinto. Mientras que el resto del edificio es acorde, casi armónico, la última planta es un desmadre. Se confunden viento y cuerda, piano y guitarra, incluso percusión, en una desbaratada melodía de notas desafinadas, glisandos, golpes... Y cuando subo el último escalón, sonrío. ¡Cómo me gustan las cabinas!

Giro hacia la derecha y busco la número siete. Ésa es la llave que me han dado hoy. Cabina con piano, aunque no lo vaya a usar. Introduzco la llave en la cerradura, hago malabarismos para que no se me caiga nada, y abro la puerta. Alguien ha dejado una ventana abierta. Dejo las cosas a un lado y me subo a una silla para cerrarla. Qué frío. Dejo la viola en el taburete del piano, un piano negro de pared, de una marca rara. Es bonito. Acaricio las teclas distraídamente. Suena un Do#, un Mi y un Sol. Mmm... no recuerdo cómo continuar aquella pieza, así que aparto las manos del piano. Cierro la tapa.

Miro el estuche cerrado de mi pequeña viola. Y hoy, decido no abrirlo en mi hora libre.

Cojo las llaves y salgo de la cabina tras cerrarla. Doy un par de saltitos a lo Heidi entre puerta y puerta, asomándome por las ventanas. Seguro que ellos están, seguro que ellos están. Vamos, hoy me siento sola, tienen que estar. Los encuentro en la diechiocho. Me cuesta abrir la puerta, y necesito varios intentos para conseguirlo. Me sonríen, pero no dejan de tocar. Cierro de nuevo la puerta y apoyo la espalda en ella.

Son un grupo extraño.
El pianista no es en realidad pianista, pero se pasea entre las teclas como si lo fuera. Tiene el pelo al cazo, despeinado. Es un chico alto y algo delgado. Y es raro verlo sin la típica barba de dos o tres días.
El violonchelista es un chico aún más alto, aunque al estar sentado en la silla no se pueda apreciar. Lleva gafas y una ropa bastante formal. Le gusta acariciar las cuerdas de su violonchelo por la parte más cercana al puente y tocar agudos dulces.
Lo más característico del violinista es que siempre lleva puestos zapatos pulcramente limpios y blancos, marca DC. Algún día se los robaré, todos. Es un chico bajito y suele vestir jerseys a rayas. Toca su violín de pie, con ganas, con fuerza.

A los dos minutos paran de tocar. La improvisación no daba para más.

-¿No te animas a tocar? -me dice el pianista.
-Eh... no, creo que hoy no. Sabes la vergüenza que me da. Además, yo no sé improvisar.
-Siempre dices lo mismo... Algún día tocarás -hace una pausa, mirándome con media sonrisa-. Bueno, entonces dí tonalidad.
-Emmmm... no sé, ¿Fa menor?
-Ya habéis oído, chicos.

Comienza el violonchelo con un solo que va en crescendo, hasta llegar a esos quedos y azucarados agudos. Tras un par de frases, entra el piano, con un ritmo lento, como acompañamiento, seguido del violín, con notas largas, suaves. Es el violinista el que modela ahora la melodía a su gusto, mientras el violonchelo sigue a su ritmo. Ambos se complementan a su manera. Entonces, el piano se une con su propio acantilado de notas. Los tres suenan distintos y, a la vez, los tres están unidos. Me levanto, sin hacer ruido, y me siento en el suelo, en el centro del triángulo que forman. Me gusta cómo sonríen mientras tocan, es tan natural, nada comparable a las audiciones o conciertos formales. Eso es mucho más simple, más placentero, es amor a la música, es... es música en estado puro. Y eso no se puede ver (u oír) muy a amenudo. Cruzo las piernas a lo indio y dejo que la música, que su música, me inunde el alma.

Ya no son piano más violín más violonchelo, ahora son un solo instrumento. Los tres se moldean y se unen. Una única melodía me envuelve. Me siento suspendida en el aire, entre una bruma que huele a madera y metal. Los tres se turnan sin palabras, pasándose el ritmo y la melodía de unos a otros. Me gustan los pizzicatos que hace el violonchelo sin previo aviso, las semicorcheas que inventa el violín para lucirse, y los acordes entrelazados del piano, cuyo sonido se escapa de la tapa abierta, de las cuerdas vibrantes.

Y en ese pequeño epicentro del terremoto musical, desaparezco del mundo durante un momento. No sé cuánto dura, pero ya no estoy allí. La mente en blanco y una sensación de éxtasis me cubren. Y, cuando vuelvo, parpadeo un par de segundos y vuelvo a mirarlos. El mundo sigue donde estaba. Y ellos siguen tocando. Nos sonreímos. Ellos también lo han sentido. Acaban poco después, con unos acordes lentos, de final abierto.

Me despido y salgo de la cabina. Voy en busca de mi pequeña. Abro el estuche y la acaricio delicadamente. Tengo unas ganas enormes de volver a hacerla mía, de hacer que suene para mí. Coloco la almohadilla y tenso el arco. La coloco en mi hombro y rozo lentamente las cuerdas. Apenas doy un par de notas. Sólo afino. La improvisación magistral, otro día, ahora tengo clase.

Al salir de la cabina, me encuentro con el extraño grupo y bajamos las escaleras juntos. Devolvemos las llaves y vamos a clase. Y en nuestras sonrisas dejamos también un final abierto, porque el viernes que siguiente volveré a tener una hora libre y, bueno, alguien tendrá que decirles en qué tonalidad improvisar, ¿no?


miércoles, 23 de marzo de 2011

Mi pequeño ángel de la guarda.

Hoy necesito esconderme del mundo. En este mismo instante. Y este es mi escondite perfecto. Nadie sabrá qué es verdad y qué es mentira. Nadie preguntará qué pasa. Silencio. Hoy no hables. Mírame y abrázame, sonríeme. Deja que apoye mi cabeza en tu hombro durante largo rato y acaríciame el pelo suavemente.

Me gustaría decir que eso me reconfortaría, pero no sería verdad. Así que, ni siquiera voy a intentarlo. Hoy voy a esconderme bajo mis sábanas antibalas, tapada hasta las orejas. Voy a encerrarme en un pequeño sobrecito, acurrucada, con las piernas dobladas. Cerraré los ojos y me concentraré en esos pequeños recuerdos, en esos pequeños (y grandes, y enormes) secretos que nadie es capaz de imaginar. Voy a sacarlos uno a uno de la caja del olvido donde han quedado guardados por el paso del tiempo. Los voy a revivir uno a uno, les voy a sacar brillo. Van a relucir como nunca. Y esas sonrisas serán mucho más bonitas, y hablarán por sí solas. Maquillaré las lágrimas y no existirá la amargura.

Voy a ordenar en mi propio orden cronológico esos pequeños fragmentos de mi vida, y de la de muchas personas más. No será un orden fiable, pero será sólo mío, y será perfecto. Me quedaré embobada mirándolos durante mucho tiempo, toda la noche. Y cuando amanezca, antes de despertar, los guardaré todos de golpe, sin ordenar. Porque lo bonito de los recuerdos es guardarlos desordenados y tener que rebuscar en el montón para encontrar el que buscamos más tarde. Y perder algunos, para sentir esa calidez dentro del cuerpo cuando alguien más nos los recuerda.

Quizás algunos sean borrosos por el paso del tiempo e intente dibujar en las lagunas una relidad que nunca existió. Pero, ¿hay algo de malo en ello? Pintaré mi propia realidad. Al fin y al cabo, si algo he aprendido en esta corta vida, es que la realidad depende de miles de millones de puntos de vista, y cada uno es correcto en su cierta medida. Así que, ¿por qué no habría de serlo el mío? Mi realidad no sería esta ciudad, ni este curso, ni estas cuatro paredes que me oprimen. Mi realidad estaría muy, muy lejos. Agazapada entre los arbustos de algún recóndito lugar, jugando al escondite con los demás. La realidad tiene también su parte infantil, aunque en un juego mucho más macabro y peligroso.

No voy a perder la cabeza, puesto que ya la he perdido. Ahora sólo puedo escribir esto y contarte que no he parado de pensar, ni un sólo segundo, qué pasaría en esa realidad. Los recuerdos se mezclan en mi orden cronológico. Ya no sé de qué estoy hablando. Ya no sé qué ha pasado y qué no. Ya no sé quién soy, ni qué hago aquí. Bueno, sí, empecé diciendo que quería esconderme del mundo. Y sigo con ese propósito.

Hoy no digas nada. Voy a acurrucarme bajo mis sábanas antibalas, escondida del mundo. De todos, menos de ti. Acompáñame si quieres. Quédate al lado, cerquita, pero sin tocarme. Deja que tu respiración y el ritmo de tu corazón se ralenticen. Sé mi pequeño ángel de la guardia. Rodéame con tus alas y deja que seque mis lágrimas con tus delicadas y mullidas plumas grises. Si quieres, sólo esta noche, te enseño mis más recónditos secretos. Yo prometo no olvidarlos nunca, tú prométeme no asustarte.

Pon como música de fondo Snuff y The Poison, seguidas de Invincible y Resistance. Y deja que me quede dormida entre esos recuerdos tan cálidos...

jueves, 17 de marzo de 2011

Miedo.

Algún día no tendré miedo a escribirte. No lo dejaré para el día siguiente. No habrá censura. No habrá prejuicios. No habrá nadie que me diga lo que está bien o mal. Y nos regiremos por los verdaderos valores humanos, aquellos sacados del fondo de nuestra alma, aquellos descubiertos tras sufrimiento, derrotas y victorias; tras yo, tú y nosotros.

Algún día no tendré miedo a escribirte. No habrá temas tabú. No habrá palabras fuera de lugar. La auténtica expresión de lo que quiero decir fluirá lenta pero continuadamente y no habrá una sola falta de ortografía. No habrá corrección posible en ese nuestro que pronuncias quedamente en tu mirada, sin llegar a ser material. No habrá duda.

Algún día no tendré miedo a escribirte. No importará el qué dirán. No importará lo que piensen. No importará cuándo, cómo o dónde. No importará la procedencia, la edad (¿física o mental?), el color... No importará a dónde vaya o de dónde venga. No importará hacia dónde lo hagas tú, siempre que nos encontremos en ese punto intermedio donde somos iguales, donde nadie nos mira, donde nadie nos ve.

Algún día la palabra miedo será simplemente eso, una palabra. Puedo darle la vuelta de mil formas. Odeim. Doeim. Odemi. Doemi. Emido. Edomi. Midoe. Domie. Pero... sigue significando demasiado, da igual cuántas vueltas le de.

Algún día, nos encontraremos de nuevo en ese punto. Siempre nos quedará aquel lugar secreto. Quizás, pensándolo detenidamente y en un fugaz instante de locura, aquel lugar fuera la realidad y esto, lo que vivimos ahora mismo, sólo una mentira, un engaño de nuestra mente. Mientras, yo dejo para mañana lo de escribirte... por miedo a todo eso, y mucho más.

domingo, 13 de marzo de 2011

Canibalismo.

He de reconocerlo. A veces, tengo unas enormes ganas de devorarte. Sé que el canibalismo está penado por la ley, pero no puedo evitar pensar en comerte dos o tres veces al día. Y aumentan si te tengo al lado. No sé. Últimamente me estoy volviendo un poco paranoica, creo. Es extraño. Y lo más raro es que no me arrepiento de pensarlo.

Un día, te llevaré a un lugar solitario, en el que nadie nos interrumpa. Nos sentaremos, charlaremos, parecerá un día como otro cualquiera. Tu sonrisa me hipnotizará, como siempre. Y entonces lo pensaré: "Tengo que comerte, lo siento, es hoy o nunca". Me acercaré despacito, como a ti te gusta. Te besaré suavemente el cuello. Una, dos, tres veces. Te dejarás, tranquilo, callado. Cambiaré de lado y volveré a besarte lentamente. Una, dos, tres veces. Y el olor de tu colonia me provocará una subida de adrenalina y hará que mis ganas de comerte aumenten.

Entonces, me desplazaré a tus labios. Comenzaré besándolos delicadamente. No sé qué sabor tendrán ese día. Quizás hayas comido un chicle de melocotón. O una chuche. O quizás tengan ese sabor tan tuyo. Cualquier de los tres me parece una buena opción. Será un beso lento. Uno de esos que hagan estremecerse todo tu cuerpo bajo mi influencia. Me cogerás por la cintura un tanto arrebatado. Y me acercarás más a ti. ¿Sabes? Esa es una de las cosas que más me gusta, tenerte absolutamente bajo control.

Continuaré con tus labios, mezclando nuestras bocas. Y, luego, los morderé. Se confundirán besos, labios, lenguas, mordiscos y dientes. Y nuestra respiración sonará más fuerte, mucho más fuerte.

Te echaré sobre la hierba, mientras te sigo besando-mordiendo. Y, aunque seas más fuerte que yo, en ese momento serás todo lo débil que un ser humano puede ser. Te sentirás desarmado, desnudo. Y aprovecharé esa desnudez para hacerte completamente mío. Nuestra piel se rozará, cálida. Nos estremeceremos. Cogeré tus manos y las llevaré hacia arriba. Te diré: "No te muevas. Quieto". Y mientras te beso y muerdo, bajaré mis manos hasta límites insospechados. Sin pudor. Sin nada que esconder. Lo siento, voy a portarme mal. Y voy a arrancarte esos suspiros graves que, en contra de toda lógica, me pedirán que no pare.

Y entonces, cuando creas que entre esas caricias acaba todo, vendrá lo mejor. Porque exhausto no eres tan fuerte. Y los gemidos han dejado rasgada tu garganta. Nadie te oirá gritar cuando te devore.

Degusto el dulce sabor de tu piel en mi boca, aún sin tenerte aquí. Es la cuarta vez que pienso en comerte hoy. Creo que si sigo así, tendré que ir al psicólogo. O también puedes venir tú y, bueno... dejar que te devore.

Te espero aquí...

viernes, 4 de marzo de 2011

Marcha Fúnebre.

Suena la Sonata número 2 en Si menor de Chopin, el tercer movimiento, aquella marcha fúnebre que tanto te gustaba.

La brisa me revuelve el cabello. Intento colocarlo en su sitio mientras camino entre las estrechas calles de este recinto de sombras y silencio. De repente, replican las campanas de la iglesia. Doy un brinco y miro hacia allí. Las puertas se han abierto y salen un par de personas vestidas de negro. Les sigue el escueto cortejo fúnebre y los portadores del ataúd. Casi como en un desfile, marcan un paso lento, acompasado. Me hago a un lado para dejarlos pasar. Nadie me mira. No existo.

Retomo mi camino. Puede que suene macabro, pero me gusta venir aquí. Traigo un ramo de violetas. No sé si eran tus flores preferidas, pero sé que de alguna forma te estoy entregando algo de mí con ese color. Las paredes están repletas de pequeños cuadrados con placas e inscripciones. Cada vez que vengo, encuentro una más antigua. O alguna muerte temprana. O una tumba reciente, llena de coronas y lazos. O incluso un entierro, como hoy.

Las campanas dejan de sonar. He llegado al pequeño espacio donde las tumbas han sido cavadas en el suelo. Hay crucecitas de metal oxidado, con placas tan ennegrecidas que es imposible leerlas. Hay algunas que poseen rejas. Nada en el cementerio me inquieta, ni la soledad, ni el silencio, ni las miles de almas que pudieron habitar esos cuerpos que ahora se pudren en cajas. Pero esas pequeñas tumbas con barrotes se asemejan demasiado a cunas, y no puedo evitar que un par de escalofríos me recorran la espina dorsal.

Sigo caminando por el pequeño sendero hasta llegar a ti. Me siento en el suelo a tu lado y evito mirarte. Te hablo. Te cuento que me siento muy sola últimamente, que nada me motiva. Los niños se hacen mayores, deberías verlos. Lasy está cada vez más viejita y ya casi no puede mover el rabo, pero sigue sentándose en tu sofá y dejándolo lleno de pelos. Me han puesto gafas, creo que me quedan bien, pero no me acostumbro a ellas y me duele la nariz al rato de llevarlas. El trabajo es aburrido y ya no tengo quien me eche una sonrisa al despertar cada mañana. No te voy a mentir, he pasado alguna noche con otra persona entre las sábanas, pero han sido sujetos sin cara, sin sentimientos, sin... No se han llevado nada de mí. Ni un trocito siquiera. Y supongo que en parte es porque no hay nada que puedan llevarse, siempre quisiste quedártelo todo. No me lo quieres devolver, pero no te lo reprocho. Tampoco quiero recuperarlo. Siempre fue tuyo y siempre lo será.

Sigo hablándote, sin mucho que decir. Te cuento que hay un niño de mi tutoría que no hace más que pintar corazones. No lo digo en sentido literal. Quiero decir que me parece un niño sensible, enamoradizo y un poco debilucho. Pero tiene tanto coraje y tanta fuerza cuando dañan a su amada, que... Me recuerda lo que somos. Tú siempre decías que somos polvo y en polvo nos convertiremos. Y yo siempre te contradecía diciendo que éramos sentimientos, y que los sentimientos nunca mueren. Nunca mueren, se transforman, como la energía.

Y llegados a este punto, te miro, aunque no te veo. Seguramente estás aguardando tranquilamente dentro de esa acolchada caja, introducida bajo tierra. La hierba ha crecido sobre ti verde y limpia, hermosa. Deposito las violetas sobre el que calculo que será tu regazo. Y me echo sobre ti, abrazándote a un par de metros de distancia. Más que aire nos separa, pero no importa. Te siento aquí a mi lado. Casi puedo rozar tu tibia piel, apenas me faltan unos milímetros para sentir tu cálido aliento sobre mi cuello. Se me escapan dos lágrimas traicioneras.

No quiero reconocerlo. Pero te echo de menos.

Cuando no puedo soportar más tu silencio, me levanto y me dirijo a la entrada. Echo una mirada al nuevo miembro de esta pequeña ciudad habitada por no-habitantes. Oigo el llanto de las dos sombras que todavía se arrodillan y rezan junto a él. Me seco las lágrimas. Rehago mi camino hasta la entrada.

Sigue sonando la Sonata número 2 en Si menor de Chopin, el tercer movimiento, aquella marcha fúnebre que tanto te gustaba...

martes, 1 de marzo de 2011

Memories.

He escrito mil primeras frases diferentes para este comienzo, pero ninguna me ha convencido lo suficiente como para continuar escribiendo lo que sea que estaba en mi mente hoy. En vez de eso, he puesto música lenta y he estado mirando fotos en el ordenador.

Tengo mala memoria. En serio. Lo que me digas hoy, se me olvida a los dos o tres días. Y no exagero. Lo que leo, también. Ya no hablemos de lo que yo misma digo, eso se olvida al instante. Además, mis recuerdos se guían más por sensaciones que por imágenes.

De París recuerdo nervios, muchos nervios. Recuerdo un dolor en el estómago que no tenía nada que ver con ninguna enfermedad. Acompañado de una espina en el corazón durante todo el viaje. Pero también recuerdo la calidez de aquel autobús en el que pasamos horas y horas, el sonido de las risas cuando todos cantábamos nuestra versión de "Can't take my eyes off of you" (si la escucháis, es preferible que lo hagáis con la versión de Muse, por favor) que no tenía nada que ver con la letra de la original. Recuerdo la estupefacción al ver Montmartre y la Torre Eiffel. Y, sobre todo, el amor a primera vista que sentí cuando me dí de bruces con la ópera, en la que me prometí que tocaría algún día. Recuerdo la intensa lluvia al salir de aquel restaurante que tanto odiábamos, del que ya no recuerdo el nombre. Y la risa, siempre nuestras risas.

De Teighmouth recuerdo la nieve y cómo mi inglesita se reía de mí cuando me caí siete u ocho veces en la misma calle por no llevar el calzado apropiado. ¡¡Nadie nos dijo que nevaría!! Recuerdo la vergüenza al vivir en casa de un completo desconocido durante una semana. Las lagrimillas que casi derramo al oír a mi madre hablar en castellano cuando me llamó al día siguiente. Y la alegría al ver a mis compañeros y gritar el típico "acho" a los cuatro vientos. No recuerdo casi cómo se llamaban los profesores, ni nuestros compañeros ingleses. Pero recuerdo que el último día lloré como una cría pequeña porque se me partía el corazón, porque quería quedarme con la chica de pelo rubio y ojos azules que había sido mi acompañante diaria, mi amiga, mi familia, durante ese corto espacio de tiempo.

De Madrid recuerdo el teatro. Las ganas de disfrutar de mi madre y lo mucho que me unió a ella aquella experiencia. ¿Más? Sí, todavía más. Recuerdo las noches de "secretitos" en las que ella siempre contaba más que yo, porque al fin y al cabo sigue siendo mi madre, y a las madres no se les puede contar todo. Recuerdo la ilusión que ambas teníamos y lo corto que se nos hizo ese fin de semana. Recuerdo la sensación de mi boca abierta ante la belleza de aquella ciudad llena de tráfico y gente, llena de arte, llena de vida. Recuerdo aquel starbucks de café helado un día de lluvia, por equivocación, y esa tarta de chocolate que me hizo la boca agua. Y el sabor de aquella lasaña de verduras que no tenía comparación.

Miro todas las fotos de excursiones con el instituto, con la clase. Y pienso que lo que nos une no es sólo el compañerismo, son muchas etapas, muchas lágrimas y muchas risas, muchos viajes y muchas clases aburridas, muchas broncas y muchas felicitaciones. Pero, ante todo, nos une una vida casi entera juntos.

Recuerdo aquel 1º ESO con la profesora de inglés más loca que te puedas echar a la cara y, a la vez, la más sensata, la más formal.
Recuerdo aquel 2ºESO tan lleno de cambios de aires, de no pertenecer a ninguna parte, de buscar y... También aquel primer premio por un cuento que, releyéndolo, me parece imposible que haya sido escrito por mí, pero que refleja tanto de aquella etapa...
Recuerdo aquel 3ºESO donde me encontré a mí misma. Aquel estilo tan gótico/emo/no sé cómo describirlo que llevaba. La ropa enteramente negra, el intento de pelo liso y los principios con el maquillaje. Las pulseras de pinchos y los converse. Pero, sobre todo, recuerdo a las personas que conocí y que consiguieron sacarme de aquel estado y hacerme ver quién era, poco a poco.
Recuerdo aquel 4ºESO, sobre todo esa graduación y las lágrimas por el miedo a la separación, a que aquel biligüe se deshiciera. Todos tomamos decisiones que nos llevan por caminos diferentes, eso es obvio, pero yo quería reteneros allí, en aquel momento, sólo míos... Recuerdo aquel primer "te quiero" que le dediqué. Aquella primera copa. Las noches sin dormir, mirando al techo y descubriendo las formas que aún hoy distingo en él.
Recuerdo aquel 1ºBachillerato, apenas el año pasado. Y lo recuerdo con mucho relax, nada comparable a lo de ahora. Recuerdo las excursiones. Las sorpresas. Las comeduras de cabeza. Te recuerdo a ti y no te reconozco. Recuerdo todo lo que viví. Los primeros meses de desesperación. La calma. La revolución. La calma. Las continuas guerras y paces que se establecían. Al final, los premios, la incredulidad, la alegría. A ti.

Recuerdo luego, con fotos y más fotos, todas esas salidas con MIS amigas. No sé qué puedo decir exactamente de ellas excepto que... pase lo que pase, siempre conseguimos salir adelante, todas juntas. Y que, aunque cada una tengamos nuestra vida personal, estamos juntas, en lo bueno y en lo malo, y sin ellas yo no habría podido salir muchas veces del fondo en el que me metía, como una cabezota deprimida. Tipical adolescent, ¿no? En fin, que son ELLAS.

Y recuerdo luego, con fotos también, Galicia. Pero creo que mi tierra es caso aparte y tampoco me salen muchas palabras. Ni siquiera puedo describir sensaciones que haya sentido allí. Es mi vía de escape. El sitio a donde... a donde pertenezco. El lugar donde debería haberme criado. Y no. Pero persiste la morriña. Por quien está allí, por lo que significa estar allí, por lo que es aquello por sí sólo.



Mira, empecé esta entrada sin mucho que decir. Me he pasado unas bonitas horas viendo fotos. Y un buen rato escribiendo esto que, al final, publico con un poco de vergüenza. Porque aquí descubro todo y nada de mí. Y porque, joder, me habéis pillado sensible y sé que cuando lo relea me parecerá una cursilería total.


En fin. Es lo que hay. Tengo mala memoria. Y mañana no aceptaré ni por asomo el haber escrito esto.